11 nov 2009

PRINCIPIOS, CREENCIAS... Y CONVICCIONES

Los principios y las creencias son algo así como imposiciones culturales que se inculcan a las personas desde la infancia y que se van asumiendo, en general, sin excesiva resistencia, es decir, dócilmente. De tales principios y creencias, las personas que los asumen establecen sus convicciones, que representan la base de su código de conducta personal y, por tanto, su particular escala de valores.

Tener principios y creencias está bien visto; no tenerlos está mal. Así, cuando se dice de alguien que «no tiene principios» o que «es un descreído» hay que entenderlo como una crítica o un reproche. Pues yo hace ya unos años que caí en la cuenta de que carecía de principios y creencias y, en consecuencia, de que carecía también de convicciones. ¿Será bueno o malo?, me pregunté al descubrirlo... y no supe responderme. La verdad, sigo sin saberlo, si bien yo me encuentro muy cómodo en esta situación, y puedo asegurar que se puede vivir tan ricamente sin que uno sienta la permanente necesidad de subordinar o condicionar su comportamiento y opiniones al corsé intelectual, reitero, intelectual, que suponen tales conceptos. Obviamente, sin esa atadura intelectual se es más libre.

Como decía antes, de los principios y las creencias y las consiguientes convicciones derivan los valores, entendiendo como tales a la base ética o moral que determina el comportamiento y actitud de las personas durante su vida. Es decir, el proceso intelectual que lleva a las personas que tienen principios y creencias a determinar los valores que van a regir su vida parte de algo que les viene impuesto (o que asumen con docilidad) como consecuencia de su educación, aprendizaje o influencias; no por un proceso de libre elección racional o intelectual. Así, por ejemplo, el que está convencido de que Jesucristo es hijo de Dios no lo está por las evidencias que haya podido constatar, lo está porque le han enseñado que las cosas son así... y se lo ha creído.

Tenemos, por tanto, que las personas con principios y creencias, actúan en la vida (aplican sus valores) condicionadas por una especie de código impuesto, que, si bien es verdad que han tenido la libertad (algo relativa) de asumirlo, ya les condicionará a lo largo de su existencia (salvo que renuncien). Es como si se les insertara un chip en el cerebro que prefijara y determinara su pensamiento y su comportamiento. Y no estoy diciendo que el contenido del chip, es decir, los principios y creencias (generalmente aceptados en una parte importante de la sociedad), sean intrínsecamente malos o nocivos, al revés, por lo general inspiran valores positivos, pero sí creo que puede que no todos sean buenos o que dejen de lado otros valores que sí convienen a la sociedad; también opino que lo peor del chip es que fomenta la discriminación, que es fuente de intolerancias y de fundamentalismos perniciosos, y, por tanto, hace de los que lo portan apóstoles del maniqueísmo: nosotros estamos en la verdad y tenemos razón; los demás están equivocados.

Viéndolo por el lado positivo, las personas con principios y creencias actúan con mayor convencimiento y seguridad: tienen menos dudas, sus convicciones son férreas; eso les da seguridad. Pero por el lado negativo deben admitir que son menos libres para decidir en cada momento; su posición debe acomodarse siempre a los dictados de sus principios y creencias. Se puede decir que han tenido libertad (relativa) para elegir el chip, pero no hay duda de que, una vez insertado, les condiciona y les obliga.

Por ejemplo, los que tienen asumidos los principios católicos y creencias de la fe cristiana y se enfrentan intelectualmente ante la cuestión del aborto tienen que acomodar su posición a dos convencimientos que dimanan de tales principios y creencias: en el momento de la concepción hay una vida y atentar contra ésta va contra la ley de Dios; por tanto, no tienen más remedio que rechazar el derecho a abortar, aunque pudieran percibir que la razón les esté diciendo que deben adoptar otra postura. De igual manera, quien tuviera asumido, otro ejemplo, el principio de la patria ante todo, está obligado a defenderla... porque sí; aunque su patria no tenga razón. Si no se posicionan así, en ambos casos estarían atentando contra sus propios principios y creencias y traicionarían sus convicciones; tendrían un serio problema interno.

En cambio, los que carecemos de principios y creencias y, por tanto, de convicciones articulamos nuestra propia y particular escala de valores basándonos, exclusivamente, en un proceso intelectual y racional de análisis y reflexión, que, además, lo podemos ir modificando en el tiempo acomodándolo a nuestro progreso intelectual y de conocimientos, y al progreso y cambios de la sociedad. Es verdad que tal proceso también puede ser condicionado por nuestra propia conveniencia; esto ocurre con frecuencia y se evidencia en aquéllos a los que se considera “amorales”. Pero debe quedar claro que también tenemos nuestros valores, que, junto a nuestras tendencias y preferencias, determinan nuestro comportamiento. En nuestro caso, no partimos de un código preestablecido, somos nosotros, individualmente, los que establecemos nuestro propio código.

Es obvio, que los que estamos en esta circunstancia corremos el gran riesgo de que el código que nos asignemos no sea adecuado, es decir, que sea perverso, interesado, antisocial o, incluso, criminal, etc. En estos casos, el ser humano, sin el freno que suponen los principios y las creencias comúnmente aceptados y movido exclusivamente por su propio interés, pasión, codicia, etc., probablemente resulte dañino para los que le rodean. Esto puede ocurrir (también los que tienen principios y creencias a menudo se olvidan de ellos y atentan contra la sociedad); no obstante, no tiene por qué ser así, ¡faltaría más!.

Los sin principios y descreídos podemos funcionar en la sociedad de forma positiva si somos capaces de asignarnos un código ético de conducta (nuestros valores y nuestras tendencias y preferencias) que sintonicen con los requerimientos básicos de la convivencia y el progreso. Desde luego, si es así, es casi seguro que tal código sea más beneficioso socialmente que el que determina el estándar de los principios y creencias, ya que estará desprovisto de las rigideces e intolerancias de éstos y se podrá acomodar más fácilmente a las realidades sociales y a los requerimientos de cada momento. También asumimos mejor el ordenamiento jurídico, es decir las normas y leyes civiles (siempre que sean democráticas), porque son las únicas que aceptamos (no objetamos por cuestiones morales). Además, somos menos proclives a tener férreas convicciones. Esto, que se podría consideran un defecto, a mí me parece una virtud, pues, si se presenta el caso, nos permite modificar nuestros posicionamientos sin traumatismos ideológicos, y, ya se sabe, rectificar es de sabios.
Aunque soy un descreído, creo firmemente que el ser humano, en general y si se pone a ello, tiene capacidades y conocimientos suficientes para autorregular su escala de valores, sin necesidad de constreñirla a los principios y creencias que le quieran imponer. También creo que la carencia de principios y creencias permite al ser humano ser más libre. Por eso yo prefiero vivir sin principios, sin creencias y, en consecuencia, sin férreas convicciones.


2 comentarios:

  1. Los que tenemos principios y convicciones actuamos movidos por ese chip preestablecido que nos condiciona, pero de igual forma quienes dicen no tener principios ni convicciones y regirse por una escala particular de valores también tienen un chip que los hace pensar de esa forma y actuar conforme a ella, no nos digamos mentiras, todo eso son formas de pensar adquiridas en un universo plural, nadie nace pensando y actuando de determinada manera, eso se adquiere en la vida.

    ResponderEliminar
  2. Gracias por tu comentario, Vicente Carlos, aunque me temo que no estoy de acuerdo con él, sobre todo con lo que dices al final. Obviamente, no nacemos pensando (normalmente lo hacemos llorando) pero sí con la facultad de pensar. Y en aprender a hacer uso de tal facultad y luego ejercitarla a lo largo de la vida está una de las claves (no todas) del artículo precedente: la capacidad de pensar —o sea, de reflexionar, de analizar, etc.— en el individuo es inversamente proporcional a su natural tendencia al sometimiento a los principios y creencias que, seguro, le querrán «imponer». Si no asumes eso, me temo que el que se está engañando —o diciendo mentiras, como tú dices— eres tú.

    ResponderEliminar

Escribe tu comentario