13 jul 2010

CAMPEONES, CAMPEONES... OÉ, OÉ, OÉ...

España campeona del mundo de fútbol. Esta hazaña tiene, como se suele decir, muchas lecturas; voy a hacer algunas.

Lo primero, lo estrictamente futbolístico. Nuestro equipo se lo ha merecido; han jugado muy requetebién y han ganado sus partidos en buena lid. Los dos últimos han sido memorables. Contra Alemania, especialmente en el segundo tiempo, España jugó como hacía mucho tiempo que no veía jugar al fútbol: rapidez, creatividad, talento, preciosismo y, para remate, el «puyolazo»; me pareció espectacular. Y todo ello frente a un equipo poderoso, al que unos días antes habíamos visto arrollar, a base de fuerza y buen juego, a una de las selecciones que todos los futboleros considerábamos como firme candidata a llevarse el título: Argentina. Posiblemente, el segundo tiempo de España contra Alemania ha sido lo mejor que se ha visto en el pasado mundial.

La final fue dificilísima; un gran partido de fútbol. No hay duda de que Holanda tiene muy buen equipo y que desarrolló un gran juego. Yo creo que lo que se ha dicho sobre su agresividad es una exageración; exceptuando la patada de kárate a Xabi Alonso, lo demás fue fútbol, algo rudo algunas veces, pero, a fin de cuentas, fútbol... y del bueno. Si al fútbol le quitamos eso, la rudeza, dejaría de ser lo que es. Así que no hay que exagerar; no seamos tiquismiquis, que esto es de hombres. Por eso, al tener enfrente un equipo fuerte y rudo, no exento de buen juego (el de Roben ha sido de lo mejor que se ha visto), la victoria de nuestra selección tuvo especial mérito. Aunque todos estuvieron de 10, si hay que destacar a alguno, mencionaré a Iker Casillas, eficaz al máximo, y al sublime Andrés Iniesta. De éste hablaré más; ahora sólo diré que su «iniestazo» fue magistral, para enmarcar.




Resumiendo, España, con todo merecimiento, consiguió el campeonato siendo, sin lugar a dudas, la mejor selección.

La segunda lectura tiene que ver con la personalidad y características del grupo humano que forma la selección, incluyendo, por supuesto, al entrenador. Empezando por éste, hay que decir que su comportamiento, en todo momento, ha sido un ejemplo de serenidad, prudencia y sensatez, y, a juzgar por los resultados, en lo estrictamente técnico, irreprochable. Por tanto, también un 10 para Del Bosque. Para hablar de los futbolistas no hay más remedio que fijarse en Iniesta. Creo que las cualidades de este exepcional jugador simbolizan o representan las del conjunto del grupo: clase (ahora lo llaman calidad), humildad, inteligencia, fuerza y, si hace falta, contundencia. La verdad, este joven, tímido y prudente, con su escaso 1,70 de altura y con poco más de 65 kilos de peso, que, por la extrema palidez de su tez, tiene aspecto enfermizo, con una imagen pública diametralmente opuesta a la del prototipo de estrella mediática futbolera, como, por ejemplo, Ronaldo o Beckham, es un caso digno de análisis. Es fuerte (no se le puede desplazar fácilmente), de excepcional talento (siempre elige la mejor opción), de imprevisible y desconcertante regate (es muy difícil quitarle la pelota) y, aunque no es goleador, si hay que resolver, ahí está Andresazo para meter el golito de la victoria (aparte del que ha dado a España el título, seguro que los culés no olvidarán su gol ante el Chelsea en la semifinal de la Champions que luego ganaron). Y todo sin decir una palabra más alta que otra, o sin tener un mal gesto en el campo (salvo uno que tuvo en la reciente final, que no me gustó) o fuera de él (al menos, no se lo hemos visto). No me extraña que en su pueblo, Fuentealbilla (Albacete), lo adoren con sano orgullo; no es para menos. Además, este futbolista, sin tener, aparentemente, dotes de líder, creo que de alguna forma lo ha sido y se ha convertido en el referente de comportamiento para los demás, dentro y fuera del campo. Viendo, sus compañeros, cómo es Andrés y sabiendo que es un fenómeno, ¿a ver quién es el guapo del equipo que se hace el chulito o actúa como gallito? Posiblemente, esto que comento ha podido influir más de lo que parece en que en el grupo, por lo que trasciende, reine la armonía, haya buen rollito y entre ellos se lleven estupendamente.

En tercer lugar, hay que hablar del efecto que ha producido este triunfo en la sociedad española. Lo del recibimiento en Madrid ha sido apoteósico e histórico: la mayor concentración humana que se ha dado en la historia de España; todos de rojo y casi todos con la bandera (portándola o pintada en el cuerpo); sin que ninguna organización política, deportiva o de cualquier otro tipo instara a la concentración; ni sin que los medios de comunicación hubieran animado o hubiesen divulgado consignas para que se celebrara. Es decir, ¡ha sido una reacción espontánea! Esto se dice fácil, pero si pensamos en ello caeremos en la cuenta de que ha sido un fenómeno sociológico de la máxima relevancia, posiblemente irrepetible. Lógicamente la mayoría eran ciudadanos de Madrid, pero había también no pocos de otros diversos puntos de España; se vieron muchísimos en los que se evidenciaba que eran procedentes de otros países (probablemente emigrantes); aunque la mayoría eran jóvenes, había muchísimos mayores y gran cantidad de niños. O sea, había de todo, y todos mostrando su alegría y felicidad por lo conseguido, y, lo más importante, en clave positiva: todos a favor de lo mismo y ¡en contra de nada!

La cuarta lectura es la que tiene un análisis más complejo. Me refiero a cómo se ha recibido el triunfo de España en los territorios con marcadas influencias nacionalistas periféricas. Aquí me tengo que referir a lo que conozco: Euskadi. Es obvio que en esta Comunidad no ha habido las muestras de júbilo, ni la exhibición de banderas, ni las muestras de fervor patriótico que hubo en Madrid y en otros lugares de España. En Euskadi ha podido haber algo de esto, pero nada comparable, ni de lejos, con lo de otros sitios. Y lo entiendo; yo, como vasco corriente, no me veo agitando la bandera de España o con sus colores pintados en mis mejillas cantando lo de «Yo soy español, español, español...», ¡ni de coña! Seguro que habrá habido vascos que han hecho esas cosas, pero es una minoría muy minoritaria. La mayoría tenemos un impedimento síquico-intelectual para hacerlo, se podría decir que forma parte de nuestro ADN. Y conste que no me considero, en absoluto, antiespañol ni nada parecido. Pero así son las cosas, y no me voy a poner ahora a analizar el porqué de esto; ni tengo ganas ni creo que sería capaz.

Lo que sí tengo que decir es que me ha gustado lo que he visto en Madrid; que me habría gustado que los vascos pudiésemos haber participado de esta fiesta; que es una pena que no podamos compartir con el resto de España la satisfacción por la victoria de la Roja (al fin y al cabo en ella hay —y ha habido siempre— jugadores vascos); que me molesta que tenga que pensar si utilizo o no posesivos en primera persona cuando me refiero a la Selección; también que los vascos nos reprimamos a la hora de ensalzar el juego de Xabi Alonso y que no seamos capaces de mostrar nuestro júbilo si mete un gol, cuando juega de rojo; que me da pena que las nuevas generaciones de vascos tengan el mismo impedimento (o más acusado) que el que he mencionado (cuando las cosas han cambiado tanto con respecto a la época de mi juventud); que me parece innoble que haya tantos vascos (y algunos no vascos) empeñados en que esto ocurra; que es triste que a los jóvenes vascos también se les esté inoculando el ADN que llevo yo, y que lamento que esto no tenga pinta de que cambie. Pero lo que más me duele es que por escribir esto algún capullo me tache de facha españolazo.

Volviendo a la repercusión en la ciudadanía de Euskadi y dejando aparte a los que se atreven a mostrar en público su condición de español y a dar muestras de fervor patriótico (por ejemplo, el puñado de bilbaínos que mostró su alegría en la Plaza Moyúa en la noche de la final, que, en este caso y por este motivo, gozan de mis respetos), la inmensa mayoría, como he dicho, se ha abstenido de muestras ostentosas y públicas de júbilo por el triunfo. De esta gran mayoría, una parte importante probablemente se ha alegrado, digamos, de puertas adentro; otra buena parte no sólo no se ha alegrado, sino que el triunfo le ha contrariado; también una parte importante ha quedado muy desconcertada porque no ha acertado a discernir si por estas cosas se tenía que haber alegrado o no (?). Abundando en esta simplona disección sociológica y añadiéndole el elemento político, me atrevería a clasificar las sensaciones experimentadas en Euskadi en los cuatro siguientes grupos de ciudadanos:

—Los no nacionalistas que, naturalmente, no ocultan su simpatía por lo español y, sin significarse ostensiblemente y, por supuesto, sin signos externos que evidencien tal simpatía, se han alegrado del triunfo de la selección y lo han celebrado en su casa o en sus ámbitos restringidos. Son vascos que se sienten españoles, pero que aún no se atreven a salir del armario; obviamente, pertenecen al segmento social cercano al PSOE y PP. Sus sentimientos son fácilmente comprensibles.
—Los que, por su recia ideología nacionalista, a lo largo de los años han ido interiorizando y acumulando cierta aversión a España y a lo español; a éstos les ha contrariado el triunfo. Como los conozco, los entiendo, aunque no comparto sus sentimientos y su reacción. Son los del PNV «de toda la vida».
—Los de tendencias o simpatías nacionalistas exentos de radicalismo y, por tanto, carentes de la aversión de los anteriores. Probablemente muchos de éstos puedan sentir cierta simpatía por la selección (aunque sólo sea porque en ella juegan dos del Athletic y un donostiarra) y se alegren internamente de su victoria, pero no lo exteriorizan (ni en privado) por aquello del «qué dirán»; es comprensible pero, a mi modo de ver, censurable. La mayoría de los de este grupo simpatiza con el PNV, pero estoy seguro de que muchos de ellos se muestran ante los demás como partidarios de la izquierda abertzale.
—Por último, están los impresentables salvajes; los que ante este tipo de acontecimientos sólo aciertan a balbucear «putaespaña», refiriéndose, en una gran mayoría de los casos, a la tierra de sus padres o abuelos. De éstos es ocioso pretender encontrar una lógica o sentido a su comportamiento; algunos puede que simpaticen con la izquierda abertzale.
Estoy seguro de que, tarde o temprano, la Selección Vasca de Fútbol participará, como una más, en las competiciones oficiales internacionales. Si llegado ese día aún estoy por aquí, seré hincha de la Vasca como el que más, y si juega bien y consigue triunfos me alegraré y lo celebraré, como me he alegrado por lo de la Roja (aunque, por lo ya explicado, no lo he celebrado demasiado). Pero mientras esa posibilidad no tome cuerpo, no estaría mal que los vascos considerásemos a la Roja como nuestra, y, por tanto, ante triunfos como el reciente, nos despojásemos de eluctables impedimentos síquico-intelectuales, nos deshinibiésemos de condicionantes sociopolíticos y nos atreviéramos al «exceso» de, aunque sólo fuera a media voz, entonar aquello de ¡campeones, campeones... oé, oé, oé...! (Me parece que va a ser que no).


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