13 jun 2013

Con pundonor, «SÍ SE PUEDE»

Acabo de jugar un «dobles» de tenis con los habituales. Los cuatro somos carrocillas que, salvo uno que aún no ha cumplido los 65, estamos alrededor de los 70 (alguno ya «disfruta» de la «saludable» condición de septuagenario). Los partidos son a cara de perro y en casi todos hay bronca (sin que la sangre haya llegado al río… de momento); es decir, no es un tenis social o amistoso que juguemos para pasar el rato. Nada de esto, jugamos, además de para hacer ejercicio, para ganar (aunque alguno diga que es lo que menos le importa, ¡ja!). Hago este preámbulo sólo para situar al lector, porque de lo que va esto es de cómo influye el pundonor en el juego del tenis entre muy veteranos y de una de las disfunciones típicas que se dan en este tipo de jugadores.
 
A veces ( no siempre), en dos de los cuatro que jugamos se da la disfunción de la que voy a hablar, que no es otra que la «demora en la reacción» que se produce en los que la padecen cuando ante una bola «corta» que les corresponde devolver reaccionan tarde, y cuando lo hacen ya no llegan o llegan en malas condiciones, por lo que pierden el punto. Esta disfunción se podría atribuir a las lógicas limitaciones físicas, si bien yo creo que, asumiendo que la condición física es clave, la causa del problema que comento realmente está en la «actitud»; o sea, la «demora en la reacción» es un problema, digamos, mental, por lo que tiene mejor solución que los problemas físicos que, a ciertas edades, son casi irremediables. Así que voy a analizar la disfunción por si resulta útil para los dos que la padecen (que espero que lean esto).

En el tenis, cada vez que el rival te envía una bola, tu cerebro, a través de la percepción visual de la dirección y velocidad de la bola que viene, calcula el lugar desde el que la tendrás que golpear y envía los impulsos necesarios al aparato motriz para que te muevas y te sitúes adecuadamente para devolver el golpe. Naturalmente, todo esto se hace de forma irreflexiva, automática y en un instante, o sea, en décimas o centésimas de segundo (depende de los reflejos y de la vista, que en el tenis es muy importante); y debe hacerse correctamente y con el convencimiento de que es posible, o sea, que se puede llegar a la bola. Ese convencimiento de que «se puede» tiene que estar instalado en el cerebro férreamente dentro del compartimento que aloja al pundonor y debe funcionar, inexcusablemente, como una «orden permanente» de obligado cumplimiento. Si es así, el jugador nunca vacilará, se moverá inmediatamente y sin dudarlo hacia la bola que le llega, por muy inalcanzable que parezca, y, con seguridad, en el 90 por ciento de las ocasiones llegará en aceptables condiciones para devolverla. Sí, sí, se llega.

Y esto, tratándose, como es el caso, de jugadores muy veteranos, resulta muy estimulante y satisfactorio; también te permite exclamar por lo bajini un jadeante «¡P’a que te enteres, tío!», dirigido al adversario que, desde el otro lado de la red, ve con una mezcla de admiración y decepción como se desvanecen sus esperanzas de que la puñetera bola que te había lanzado fuera definitiva para conseguir el punto.

Pero, como he dicho, para eso hay que tener muy claro, como los de la PAH, que «sí se puede», que no hay que dudar y que, sin la mínima vacilación, siempre hay que salir a por la bola aparentemente difícil por muy inalcanzable que parezca.

Aquí está el problema de los dos a los que dedico estas líneas; porque lo que les ocurre es que, como tienen interiorizado que sus posibilidades de reacción son menores de las que realmente tienen, tienden a no intentar llegar a las bolas que, en principio, parecen difíciles o inalcanzables. Se infravaloran. En esas bolas «cortas», su cerebro, en primera instancia, les dice: no hace falta que te muevas, no te esfuerces, la bola quedará lejos de tu alcance así que olvídate de ella, es punto perdido. Pero, acto seguido, a medida que la bola se acerca, se dan cuenta de que la apreciación era incorrecta y que sí podrían llegar y devolverla. Pero cuando se dan cuenta de esto ya es demasiado tarde; han perdido unas décimas de segundo que serán fatales. Han cometido un gran pecado tenístico del juego de «dobles»: la indecisión.


Y no solo perderán el punto, sino que, por pundonor, es muy posible que quieran enmendar el error de apreciación inicial y, con retardo, se muevan a por la bola realizando un inútil sobreesfuerzo para llegar a ella. O sea, no solo habrán perdido el punto, sino que, además, habrán hecho más esfuerzo que el que hubieran hecho si hubiesen salido sin la demora provocada por la indecisión. Y, por si fuera poco, hablando de los del grupo, encima tienen que aguantar mis comentarios: si es sobre mi compañero, algo crítico (¡Podías haber llegado...!); si es sobre mi adversario, con cierta coña (¡Tío, ese reprise…!).
 
Pues a lo que voy es que este problema de algunos se puede corregir: hay que mentalizarse para desterrar la idea de que no se puede llegar; siempre (o casi siempre) se llega si no se duda. Hay que tener muy presente que la longitud de la raqueta, como prolongación del brazo, casi siempre es suficiente (aunque no nos lo parezca) para alcanzar y golpear la bola. Y conseguir esto es una cuestión de actitud o de mentalización; en otras palabras, es la consecuencia del positivismo deportivo mental que nos proporciona el pundonor. Y no sé si se nace con la pundonorosidad (me la acabo de inventar), pero creo firmemente en que se puede adquirir… si uno se lo propone.
 

Así que, tenistas carrocillas, ya sabéis: con la fuerza del pundonor, ¡sí se puede!

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