17 jun 2015

LA SUCESIÓN. Ficción de lo que pudo y podrá suceder - 9

Esta  es la novena (y última) entrega de mi narración del año 2001 «LA SUCESIÓN. Ficción de lo que pudo y podrá suceder», en la que traté de novelar cómo  imaginé entonces los comportamientos de los principales involucrados en la tan cacareada "sucesión" de José María Aznar, de lo que tanto se habló en el tiempo en que escribí este relato.

El trabajo lo estoy publicando en este blog por capítulos, por lo que recomiendo al  que se haya encontrado con esto que lea antes las entregas anteriores empezando, lógicamente, por la primera, en cuyo preámbulo explico la razón de publicar ahora el trabajo. Esta entrega contiene los dos últimos capítulos, el XIII y el XIV.


Capítulo XIII. EL CONGRESO


Rato se encontraba sentado ante un extraño cuadro de mandos: a su derecha y a su izquierda, al alcance de sus manos, sendas hileras de cuatro palancas metálicas con los asideros de madera; frente a él y también a su alcance, un pupitre negro con una fila de ocho botones rojos; detrás del pupitre, el suelo se veía como un inmenso y muy iluminado mosaico de cuadros blancos y negros en los que se apreciaban buen número de figuras metálicas que se asemejaban a piezas de ajedrez de gran tamaño; había muchas de color blanco y apenas media docena de negras. Al fondo, detrás del mosaico y alzada perpendicular a éste, veía con claridad y con desazón una gran pantalla en la que se le mostraba la imagen sonriente de Aznar. A la izquierda, tras un espeso velo, se adivinaba la figura de un hombre que, sentado frente a otro pupitre, hacía anotaciones sobre algo parecido a unos folios. Aunque la visión era borrosa creyó identificar a PJ. A la derecha, a partir de la línea lateral de ese lado del mosaico, el suelo perdía su nivel y la luz no llegaba; se intuía un abismo al que rítmicamente se iban precipitando, una tras otra, las piezas negras.

Hacía calor, mucho calor. Un mareante e intenso zumbido envolvía a otros ruidos aún más desagradables: unas veces, chirridos estridentes, coincidiendo con los movimientos de las piezas sobre el mosaico; otras, golpes secos, que le producían una desagradable sensación porque acompasaban la visión de la caída de las piezas negras al abismo de la derecha. Sentía una gran angustia, que crecía cada vez que oía las intermitentes carcajadas que provenían de la pantalla del fondo.

Era una surrealista partida de ajedrez. Rato jugaba con negras. Con las palancas laterales se accionaba el movimiento de las piezas nobles, con los botones el de los peones. Desesperado, casi enloquecido, Rato, febrilmente, accionaba las palancas y presionaba los botones.  Criiis, clock, ¡Me ha comido el caballo!  Palanca, botón, palanca, palanca, botón. Criiis, clock ¡He perdido el último peón!. ¡Jaque! Oyó en medio del estrépito. Palanca, palanca. ¡Jaque! Oyó de nuevo. ¡Maldición, estoy perdido! Palanca, palanca. ¡Jaque! Otra vez ¡Maldición! Maldic... No pudo acabar; sintió que algo le zarandeaba. "Rodrigo, Rodrigo, despierta, ¿qué te pasa?"

Envuelto en sudor, Rato abrió los ojos y vio inclinado sobre él el preocupado rostro de su esposa que le miraba intensamente. Parpadeó. Tardó unos segundos en comprender la situación. Sintió sed. Sin decir nada se levantó y fue a la cocina, tomó una coca cola del frigorífico y, tras descorcharla, se la bebió a morro.

Llevaba tres días con pesadillas. Todas diferentes pero con algo en común: siempre veía la imagen de Aznar y oía sus ridículas carcajadas. El subconsciente le estaba mostrando la realidad que sus mecanismos intelectuales de análisis y reflexión se habían empeñado en ocultar. Estaba perdiendo la partida; sí, realmente la tenía ya perdida. Efectivamente, Aznar había contraatacado hábil y contundentemente. Los apoyos en los que Rato había confiado se habían esfumado. Rajoy se había desmarcado. ¡Cobarde! Exclamó para sí Rato cuando le oyó decir por teléfono "Creo que debemos abortar el plan, antes de que sea peor", tras disculparse por no poder aceptar la invitación de almorzar juntos. "Andamos locos con lo de la seguridad del congreso, no dispongo ni de un minuto", fue la excusa que le dio. Mayor Oreja fue más sincero: "Lo siento, Rodrigo; he recapacitado. No debí comprometerme contigo". Pedrojota le evitaba; no había respondido a ninguna de sus llamadas para pedirle explicaciones sobre los dos últimos editoriales publicados en El Mundo, opuestos totalmente al del lunes. El resto de notables del partido con los que había hablado y que hacía un par de semanas le habían dado esperanzas de adhesión a su candidatura ahora se mostraban reacios a cualquier compromiso que no estuviese en sintonía con las intenciones del presidente. "Lo mejor es dejar que las cosas rueden solas", más o menos es lo que le habían dicho todos. Curiosamente, el que se mostraba más afecto a su causa era Arenas. "Ojalá el jefe se decante definitivamente por ti, vicepresidente", le había dicho cada vez que Rato le había llamado para preguntarle si había novedades.

Otra vez solo. De nuevo sentía la desagradable sensación de estar solo en la batalla. Rato se preguntaba si, estando las cosas como estaban y con su moral por los suelos, sería conveniente su asistencia al congreso del PP. Allí estaré mañana, dando la cara, y así veré como la esconden otros, se contestó por fin, después de meditar largamente sobre ello. Genio y figura hasta la sepultura, apostilló con la determinación de un valiente y aguerrido boxeador que, sintiendo la abrumadora superioridad de su adversario y seguro de su derrota a los puntos, se dispone a disputar el asalto final con la única esperanza de no ser derrotado por KO.

En la tarde del viernes 25 de enero de 2002, fecha del comienzo del congreso del PP, en los momentos preliminares a la sesión de apertura, los asistentes (miembros del partido, invitados y periodistas), lucubraban intensamente. Unos, sobre si el presidente hablaría de su sucesión y, otros, sobre quién sería el elegido. La mayoría estaba en el convencimiento de que el asunto no sería obviado por Aznar. "Algo tiene que decir", era la frase más repetida en los corrillos. Sobre el sucesor, a juzgar por lo que se oía, Rajoy era el mejor colocado. Rato aparecía en pocos pronósticos. Había trascendido que sus movimientos para forzar su candidatura habían sido bloqueados por Aznar, así que pocos se atrevían a decantarse por él, no sólo por la improbabilidad derivada de la oposición del jefe, sino, sobre todo, porque podía ser considerado como atentatorio contra la disciplina interna. Algún presidente autonómico figuraba en algunas quinielas.

Lo cierto es que nadie, absolutamente nadie, conocía las intenciones de Aznar. Ni Ana, que la noche anterior le había preguntado. "No te puedo responder a eso, lo tengo que consultar con la almohada esta noche", le contestó su marido, acompañando las palabras con su habitual sonrisa picarona, que interrumpió bruscamente al ver el mohín de desagrado que no reprimió Ana.

En el discurso de apertura, el secretario general, Arenas, no mencionó la sucesión.

El día siguiente, Aznar, en su discurso, hizo alguna alusión al asunto: "...estad tranquilos; como siempre, haremos lo que sea mejor para el partido y, sobre todo, para España", "...no prestéis oídos a quienes, desde fuera, traten de perturbar nuestra cohesión, con la única intención de confundirnos y debilitarnos", "...este partido nació con vocación de permanencia; ahora estamos nosotros, luego estaréis vosotros...", mirando al secretario de las juventudes del PP, "...y después vendrán otros, y otros, pero en todos, en nosotros y en los que vengan, siempre estará presente el espíritu de servicio a España y de sacrificio por nuestros ideales", "...tenemos una excelente, inmejorable diría yo, cantera que nos reemplazará y nos superará".

También hizo alguna velada insinuación a las recientes intrigas: "...no olvidéis que nuestro principal valor es la unidad; por tanto, el que no se sienta cómodo ¡que se vaya!". Esta frase arrancó una calurosa ovación. "¡Que se vaya!", repitió con énfasis mitinero al remitir los aplausos. Rato también aplaudió. Mantuvo el tipo. Incluso se permitió dar una ligera palmadita en la espalda a Aznar cuando éste, tras su discurso, pasó junto a él de vuelta a su sitio en el estrado colocado sobre el escenario de la sala en que se celebraron las sesiones plenarias.

Hubo una intervención de Fraga. Este sí, sin ambages, se refirió a la sucesión, entrando a saco en el asunto: "...y del mismo modo creo, como la inmensa mayoría del partido, por no decir la totalidad, que la persona idónea para continuar la importante tarea de gobierno realizada en estas dos últimas legislaturas es quien con tanto acierto ha manejado durante este tiempo el timón: ¡nuestro presidente!”. La ovación fue atronadora. La totalidad de los que estaban en la sala, con la excepción de algunos invitados, se puso en pie prorrumpiendo en un vehemente aplauso. Especialmente en las primeras filas, se veían los brazos en alto de los congresistas que golpeaban con espasmódica pasión sus palmas. Los miembros de la ejecutiva, en el estrado, en pie como el resto, también aplaudían con calor, con la excepción de Rato, que lo hacía con los brazos encogidos. Desde un lateral de la sala surgieron gritos acompasados aclamando ¡Presidente! ¡Presidente! La aclamación se generalizó. ¡Presidente! ¡Presidente! La ovación y la aclamación se mantuvo con plena intensidad durante más de tres minutos. Durante ese tiempo, en el que las miradas se repartían y alternaban entre Aznar y Rato, el presidente permaneció sentado. Al principio inmóvil, mirando al auditorio con gesto complacido, al minuto comenzó a hacer gestos con las manos en actitud humilde solicitando el final de la aclamación y demostración de fidelidad. Cuando, por fin, comenzó a remitir, y surperponiéndose a los aplausos y voces de los más entusiastas que continuaban en su ruidosa actitud, Fraga reanudó su discurso; vuelto hacia Aznar continuó: "Ya ves, José María, te necesitamos, ¡España te necesita!". Una nueva ovación de todos puestos en pie; como en la anterior ocasión, de nuevo desde un lateral de la sala, surgieron los gritos ¡Presidente! ¡Presidente!, que, inmediatamente, se generalizaron. La nueva aclamación duró más de dos minutos, justo hasta que Aznar, poniéndose en pie, solicito el micrófono: "Gracias, muchas gracias, compañeros. Ahora sólo quiero deciros una cosa: tened la certeza de que vuestro presidente sabe y sabrá estar a la altura de las circunstancias. Muchas gracias a todos". De nuevo los aplausos y los gritos ¡Presidente! ¡Presidente!

No hubo más referencias a la sucesión.


Capítulo XIV. LA DECISIÓN 

Desde su cumpleaños del 99, la decisión sobre su sucesión siempre estuvo presente en las reflexiones más íntimas de JMA. Sin llegar a atormentarle, fue motivo de intranquilidad e, incluso, de zozobra. Era una decisión vital y no quería equivocarse. La decisión afectaba a la nación, al partido y, sobre todo y por los motivos ya explicados, a él. Al frente del gobierno tuvo que tomar innumerables decisiones; nunca le tembló el pulso, incluso ante las más difíciles y comprometidas. Pero sobre su sucesión nunca se sintió con la clarividencia y seguridad que ante los actos de gobierno.

Los únicos dos candidatos que había considerado en firme, Rato y Mayor Oreja, tuvo que descartarlos por motivaciones exógenas a la objetividad que requeriría el caso. El primero, por la incompatibilidad con sus propios intereses para el futuro, el segundo por la circunstancialidad de su derrota en Euskadi. Aparte de estos dos, había considerado otros nombres de notables del partido, entre ellos Rajoy y Arenas, pero siempre, tras profundas reflexiones, hubo de decidir el descarte por razones, en estos casos sí, de aséptica objetividad. “No da la talla”, era la conclusión a la que llegaba cada vez que analizaba las posibilidades de los diferentes aspirantes. Sin pretenderlo, internamente se fue afianzando su convicción de que no era fácil sustituirle. Josemari, te va a pasar como a Hugo Sánchez: no hay repuesto de tu nivel, se decía tras cada descarte. 

Por eso, a mediados del 2001, estuvo sopesando la posibilidad de nombrar a Ana como su sucesora. Consideraba a su mujer una persona muy inteligente, con carácter y con capacidad suficiente como para gobernar la nación. En el partido tenía muchas simpatías y, en su papel de consorte, ya había adquirido cierta experiencia en la tarea de gobierno. Él siempre estaría junto a ella y podría aconsejarla y ayudarla desde un segundo plano. De esta forma su capacidad de influencia se mantendría casi intacta, lo que, en otras palabras, le posibilitaría continuar detentando el poder. Además, con Ana seguro que no tendría problemas para un retorno triunfal ¡Sólo faltaría eso! Se decía pensando en la posibilidad de que Ana se le rebelara ante sus intenciones de volver al poder. Por otro lado, siempre la había visto muy interesada en la acción de gobierno. Si se lo propongo seguro que se pone como loca de contento, se decía Aznar.

Afortunadamente, tuvo la prudencia de no decirle nada hasta conocer antes la opinión de Fraga al respecto. Aznar consideraba al viejo político como la única persona con capacidad, talento y experiencia para aconsejarle. Además, tenía el convencimiento de que Fraga le profesaba un sincero aprecio en lo personal y le consideraba y respetaba como político. Por todo esto, Aznar confiaba plenamente en Fraga y escuchaba con mucha atención sus consejos, opiniones y recomendaciones, que casi siempre tenía en cuenta. Cuando, en un encuentro tras el verano de 2001, Aznar le insinuó que estaba considerando la posibilidad de nombrar a Ana sucesora, Fraga dio un respingo, endureció el semblante y atronó «Ni se te ocurra, José María.». «No, No, don Manuel, si sólo era una remota posibilidad», Aznar reculó inmediatamente. No se habló más del asunto y Aznar desechó definitivamente la posibilidad.

El ataque terrorista contra EE.UU. del 11 de septiembre de 2001 fue el hito que posiblemente determinó la ulterior y definitiva decisión. Aquel gravísimo acontecimiento, que colocó al mundo al borde de un conflicto bélico de impredecible magnitud y consecuencias, obligó a todos los gobiernos del planeta a la toma de decisiones vitales. Aznar, con energía y decisión, afrontó la situación y supo estar a la altura de las circunstancias, dando muestras de gran madurez y templanza, al menos así lo entendió él.

Era, aproximadamente, la una de la noche del 13 al 14 de septiembre de 2001, cuando Aznar, tras una intensa y frenética jornada, despidió a sus colaboradores y dio por concluida su actividad de ese día. Mientras se despojaba de la chaqueta pidió un bocadillo de jamón y una cerveza y se sentó frente al televisor. Hasta ese momento, no había dispuesto casi de tiempo para ver las imágenes del ataque y de sus efectos. Hizo zapping y comprobó que en casi todas las cadenas se ocupaban de la tragedia de dos días antes. Se detuvo en Antena 3. Eran imágenes en diferido tomadas pocas horas después del ataque, desde, posiblemente, algún helicóptero sobrevolando el mar. Mostraban una amplia panorámica de Manhattan envuelto en una inmensa y densa nube gris. El limpio azul del mar en calma, en primer término, contrastaba con el negruzco y tétrico fondo de dolor y muerte, representado por una apocalíptica visión de la Gran Manzana en la que no era fácil distinguir los perfiles de sus inmensos edificios debido a la espesura de la nube de humo y polvo. No parecía real. 

Sin embargo, aquellas imágenes desoladoras eran las que mejor mostraban la verdadera magnitud del ataque sufrido y, además, transmitían una inquietante sensación porque obligaban a pensar en lo que estaba por venir. Aquel crimen, por fuerza, habría de tener consecuencias históricas a las que él tendría que enfrentarse. ¿Podría ser el comienzo de la tercera guerra mundial? Se preguntó Aznar, en plena consciencia de la gravedad de la situación. Percibió un leve escalofrío. Se encontraba ante una contingencia de trascendencia infinitamente mayor que cualesquiera otras situaciones vividas en su misión de gobernante. Pero estaba seguro de que sabría dar la talla.

Por aquella época, la decisión sobre su sucesión ocupaba un lugar preferente en las meditaciones de Aznar, que, además de ser uno de los motivos de su agitación interior ya comentada en capítulos anteriores, había degenerado en un patológico ejercicio comparativo del que no podía sustraerse cada vez que tenía que enfrentarse con asuntos de gobiernos delicados o complejos. Al tomar las decisiones para cada caso y pensando en los candidatos posibles, se solía hacer preguntas del estilo de ¿Y Fulano que hubiera hecho? o ¿Ya se hubiera atrevido Mengano?, a las que siempre se contestaba con agrias expresiones del tipo "Seguro que metía la pata" o "Ni de coña". Por eso también, en su meditación frente al televisor, proyectó la sobrevenida crisis internacional sobre la causa principal de su inquietud doméstica: su sucesión. ¿Quién, que no fuera él, podría enfrentarse con situación semejante?, se preguntó. El mundo ha entrado en un periodo de convulsiones inéditas, continuó la reflexión, ¿resultaría lógica y prudente una retirada en pleno fragor de la batalla? La acción de gobierno se va a convertir en una patata caliente, ¿sería honesto lanzársela a otro? No, seguro que no, se contestó a las dos preguntas. La Historia y, mucho menos, la patria no me lo perdonarían.

Aquella súbita revelación  mientras de nuevo contemplaba el derrumbe de las torres gemelas supuso un replanteamiento total de sus intenciones respecto a la sucesión. Se le acababa de presentar un trascendente dilema: debía contraponer el negativo efecto estético del incumplimiento de su promesa a las también negativas consecuencias éticas de una improcedente retirada del poder.  Se encontraba, por tanto, afectado por el objeto de una secular disquisición filosófica: la estética frente a la ética. Le tenía que pasar a él, pensó conmiserativo consigo mismo.

Durante los meses siguientes, el dilema ocupó todo el tiempo de sus meditaciones matutinas. No lo tenía fácil. Las dos opciones eran de gran trascendencia. Trató de encontrar una tercera vía pero no lo consiguió. Por primera vez se sentía incapaz de encontrar la solución apropiada a una situación problemática.  Decreció su autoestima y fue presa de una profunda desazón que tuvo maligna influencia en su comportamiento. Se sumió en un estado de ansiedad que se incrementaba a medida que se acercaban las fechas en que se celebraría el congreso del PP (enero 2002). Desde hacía tiempo se había propuesto que el congreso fuera el escenario en que despejaría la incógnita ante el partido y ante la opinión pública.

Así llegó a las vísperas del congreso. Aunque, por una cuestión de orgullo, se estaba resistiendo, pensó que no tenía más remedio que consultar a su particular Oráculo. Hablaré con don Manuel, masculló torciendo el gesto, concluyendo su meditación matinal en una fría mañana de enero de 2002.

El jueves 24 de enero de 2002, Aznar y Fraga desayunaban juntos. Habían preferido verse desayunando para quitar expectación al encuentro y facilitar la intimidad de la conversación. Aznar dio instrucciones a Víctor para que se retirara y cerrase la puerta del comedorcito, "y que no nos interrumpan" le dijo afablemente.

Se sentaron frente a frente. Aznar ofreció a Fraga el asiento que estaba de cara al ventanal. "Así podrás contemplar mejor el panorama", le dijo, aunque la intención de Aznar era la de reservarse la posición de contraluz en la que casi se ocultaba la expresión de su rostro. Al citarse, Aznar ya le había insinuado el objeto de la entrevista, así que, tras un breve preámbulo, Fraga fue directo al asunto:

José María, no te calientes la cabeza. Aquí no hay sucesión que valga. Este partido tiene un único líder, tú, y así deben continuar las cosas. Por tanto, mientras tengas correa, tú debes ser tu único sucesor.
Pero, don Manuel, en el 96 hice una promesa solemne, que, además, la he renovado varias veces. Si la incumplo se me van a tirar a degüello...
José María, déjate de tonterías. La única promesa solemne que tienes hecha es la de servir a España. Lo otro no deja de ser la proclamación de una buena intención... y las intenciones no son más que eso, intenciones. Los políticos estamos llenos de buenas intenciones que unas veces hacemos realidad y otras no, depende de las circunstancias... y no pasa nada. Mira, José María Fraga estaba lanzado—, sabes mejor que nadie que en política hay que saber diferenciar lo importante de lo trascendente y que esto último debe prevalecer sobre lo otro. En lo que nos ocupa, lo importante es la promesa y lo trascendente es tu continuidad. Así que obra en consecuencia y déjate de gaitas.
Hombre, don Manuel,...
Sí, José María, gaitas, ñoñerías... Pues no habré incumplido yo promesas... ja, ja, ja... y aquí me tienes.

Aznar daba buena cuenta de la tostada. Le resultaba gratificante el entusiástico apoyo de Fraga y no tenía en cuenta las libertades que se tomaba su interlocutor al hacer uso de su desparpajo irreverente. Al fin y al cabo fue su patrocinador y siempre le había proporcionado su incondicional apoyo. Le permitió continuar.

Esto lo vamos a solucionar por la vía rápida. Dile a Arenas que me dé la palabra en el congreso. Yo me ocuparé de que el partido te pida que continúes. Y no hay más que hablar, José María.

Efectivamente, a partir de aquellas palabras el objeto de la conversación tomó otros derroteros. Para Aznar, la decisión sobre su sucesión estaba ya clara. El dilema estaba solucionado.

Tras despedir a Fraga, Aznar volvió al comedorcito. Se sentó en la silla que había ocupado el visitante y meditó durante unos minutos. Estaba decidido. Incumpliría su promesa. Ya se las arreglaría para justificarlo. Pero no se precipitaría. En el congreso no diría nada. Esperaría a que se presentase la ocasión propicia. Había tiempo de sobra.

¡Y que digan lo que les dé la gana! –dijo en voz alta y con jovial determinación mientras se levantaba.


FIN

Julio Elejalde Gainza
Septiembre de 2001 


NOTA ULTERIOR DEL AUTOR: Como lo dice el título, todo este relato es pura ficción, aunque puede que la palabra más apropiada hubiera sido fantasía. Solo algunos de los eventos o acontecimientos que se citan, como es la tragedia del 11 de septiembre de 2001, son hechos reales. Evidentemente, los personajes también son reales, como lo son también los cargos que se les atribuye en el relato. Todo lo demás, absolutamente todo, especialmente las situaciones, conversaciones, pensamientos, inquietudes, reacciones, etc., atribuidos a los personajes, son fruto de la imaginación del autor; por tanto, aquí vendría al pelo la socorrida frase de "cualquier parecido con la realidad es pura coincidencia".

Es obvio que el final narrado, el que hace referencia a la designación del sucesor, no se corresponde con la decisión que, en la realidad, tomó JMA, que, como es de sobra sabido, propuso, para sorpresa de casi todos, a Mariano Rajoy para sucederle y, por tanto, para ser candidato del PP en las elecciones generales del 14 de marzo de 2004, que, tras los atentados de Madrid del 11-M, fueron ganadas por el PSOE y permitieron el acceso a la presidencia del gobierno de España a su secretario general José Luis Rodríguez Zapatero. La decisión de José María Aznar se conoció en agosto de 2003, casi dos años más tarde de haber escrito este relato.
J.E.-Junio 2015


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