7 dic 2012

CATALUNYA Y LOS CATALANES

A mí me parece que los catalanes son muy suyos..., extremadamente suyos; y que una de las cosas que menos les gusta es que les manden desde Madrid (también desde otros sitios, pero especialmente desde Madrid). O sea, me parece que son muy «independientes». Algo de esto ya percibí la primera vez que, por cosas del trabajo, estuve unas semanas en Barcelona; después se confirmó en ulteriores estancias en la Condal. Sin entrar en exquisiteces psicoanalíticas, a este rasgo de la personalidad colectiva de los catalanes lo denominaré «sentimiento» independentista catalán.

Otro de los rasgos que he percibido en los catalanes es que son listos y muy pragmáticos; la verdad, no he conocido ninguno tonto. Ahora bien, no sé si será por ese exceso de  pragmatismo o por algún condicionamiento genético del que ellos sabrán, pero son, también, muy interesados cuando hay dinero por medio; no es un tópico, lo de «la pela es la pela» lo llevan en la sangre, creo que más que su afición por las sardanas. Esta tendencia a priorizar lo económico lo denominaré la «actitud» pragmática catalana.

Además, los catalanes, como cualquier otro grupo humano con señas de identidad muy acusadas, tendrán sus virtudes y defectos, en lo que no voy a entrar porque no importa para lo que me ocupa ahora. Porque ahora quiero hablar de la posibilidad de que se separen de España, o sea, de lo que, a raíz de las iniciativas de Artur Mas tras la gran manifestación en Barcelona del 11 de septiembre pasado, ha sido el asunto estrella de la dialéctica/bronca  política en nuestro país. Y para hablar de esto hay que tener muy en cuenta el «sentimiento» y la «actitud» de los catalanes.

Es difícil predecir cómo evolucionará este asunto, si bien, en mi opinión, creo que su desenlace no será otro que la secesión de Catalunya. Es cuestión de tiempo y, posiblemente, de pasos intermedios, pero creo que el final de lo ya iniciado no es otro que la creación de un estado catalán. Es lo que pienso, que no quiere decir que me guste; tampoco que no me guste, la verdad, a mí me da lo mismo, allá ellos. Solo me preocupa por el efecto contagio que pueda tener en el País Vasco, que eso sí me afectaría personalmente.


Aclaro que no voy a entrar en consideraciones de tipo legal, salvo para decir que las leyes se cambian (incluso, a veces se incumplen o se ignoran); tampoco en lo de la admisión o  no del hipotético Estado Catalán en la UE, porque creo que es algo secundario (seguro que sería admitido). En democracia y en un entorno sólidamente democrático (como es la UE), contra la voluntad de los ciudadanos expresada en las urnas es muy difícil, por no decir imposible, oponerse.

Puestos a hacer futurología, para predecir la evolución de este asunto hay que tener en cuenta, principalmente, tres factores: por un lado, los dos rasgos ya citados de los catalanes, lo que he denominado el «sentimiento» y la «actitud», y, por otro, el efecto de la eventual secesión en los ciudadanos catalanes que se sienten españoles (o tan españoles como catalanes), o sea, el riesgo de fractura social que podría conllevar la secesión (que lo comentaré al final).

Empezando por los rasgos a que me he referido, parece que el «sentimiento» independentista en Catalunya está muy afianzado y es mayoritario; y creo que evolucionará en tal sentido, es decir, cada vez habrá más independentistas. Por tanto, el «sentimiento» catalán va a ejercer una presión, cada vez mayor, a favor de la segregación. Respecto a la «actitud» pragmática no lo tengo tan claro, porque me parece que puede influir en los dos sentidos: para algunos catalanes, como impulso para la separación, y, para otros, al revés. Y aquí puede estar la clave de la evolución del proceso, y, por eso, los políticos y los que tratan de influir en la opinión pública, de una y otra tendencia, aportan razones económicas, de las que afectan al bolsillo de los ciudadanos, para tratar de arrimar el ascua a su sardina, o sea, para que la «actitud» pragmática de los catalanes les secunde.

En este sentido, los independentistas segregacionistas (los que quieren la independencia a toda costa) se apoyan en razones económicas, con el argumento base de que el Estado esquilma económicamente a Catalunya ("España nos roba", dicen), y así tratan de influir en los ciudadanos para que les apoyen. En cambio, los que no quieren la separación pretenden convencer a los ciudadanos independentistas (los que no lo son, no les preocupan) argumentando que la segregación dañaría seriamente la economía de Catalunya. Por tanto, la «actitud» pragmática de los catalanes se va a ver sometida a dos presiones contrapuestas, y de la eficacia de ambas presiones dependerá la velocidad del proceso de secesión, que, como he dicho, me parece irreversible.

Porque, aunque al principio las presiones del bando no segregacionista sobre la «actitud» pragmática de los catalanes puedan resultar eficaces, tarde o temprano se verán desbordadas o superadas por las de sentido contrario; o puede ocurrir que, simplemente, el «sentimiento» independentista resulte tan mayoritario y apabullante que, incluso, fagocite a las reticencias provocadas por la «actitud» pragmática de los catalanes. Creo que es una cuestión de tiempo y, en todo caso, de pasos o estadios intermedios, o sea, de un proceso gradual que, insisto, no tiene otro final que la segregación, que, por otra parte, tampoco debe resultar demasiado traumática para la generalidad de los españoles. A la postre, es cuestión de asumir el eslogan de «España: una... y libre; aunque más pequeña».

Donde veo el gran problema de la eventual independencia es en cómo se articulará la convivencia en Catalunya —una vez consumada la secesión (e, incluso, en el proceso previo)— entre los ciudadanos partidarios, unos, y contrarios, otros, de la independencia. Podrían producirse graves enfrentamientos (de opinión o dialécticos o, lo más preocupante, de los otros).  Es decir, hay un serio riesgo de fractura social, y sus consecuencias son impredecibles. No sé si lo habrán previsto los políticos catalanes que han abierto el melón de la secesión y los que siguen cortando rodajas; me temo que no. Si, como es probable, se produjera la fractura, es obvio que resultarían perdedores y muy perjudicados los españolistas. Supongo que las autoridades del Estado también sabrán esto y, por tanto, tendrán su plan B. Sobre este no me atrevo a pronosticar, pero me hace pensar que puede que me equivoque en mis predicciones ya explicitadas.



9 nov 2012

EL EQUIPO DE MI PUEBLO

Ayer perdió el Athletic. Hace 40 años, también después de una derrota, se me ocurrió escribir lo que sigue. Si ayer, después del partido, hubiese coincidido como entonces — en los servicios de un bar de Bilbao— con un grupo de bocazas hinchas del Athletic, creo que  podría haber escrito hoy algo muy parecido. Los muy forofos siguen cayéndome fatal.

¡HA PERDIDO EL ATHLETIC! Ha sido eliminado.
Oigo en torno a mí comentarios quejumbrosos,
lamentaciones malolientes,
conversaciones ridículas, iras absurdas.
¡Qué malsano placer siento!

Estoy totalmente ajeno al hecho.
Sin embargo, hay algo que me involucra en lo sucedido.
El vínculo es endeble pero a la vez firme.
Es el Equipo de mi pueblo, representa a mi pueblo.
Ilumina y embellece a mi pueblo.
Y mi pueblo tiene tan pocas cosas... (*)

No me importa el fútbol.
Aunque, distante pero con interés,
estoy al tanto de lo que pasa
a través del Equipo de mi pueblo.

La sonrisa, triste e irónica,
que sin querer se me ha escapado
al conocer su derrota de hoy
es semejante a la de placer que he sentido
otras muchas veces al enterarme de sus triunfos.

En estas no me importaba el Equipo,
me importaba el pueblo.
Esa alegría que se desparrama por las calles,
por los bares, por los hogares, por los colegios,
por los tajos, por todo el pueblo...
Cuando gana “nuestro” Equipo.

Y sin querer, pero sintiéndolo,
participo de esa alegría.
Me gusta ver a mi pueblo contento, satisfecho,
orgulloso,... como el gladiador victorioso.
Eufórico, con ese espíritu de lucha de mi gente;
belicosa, vociferante, retadora.

Sin embargo, soy consciente de que uno a uno,
por separado, en esa actitud me resultan insoportables,
inaguantables, casi odiosos.
Encuentro estúpido ese desperdicio de vehemencia,
esa pérdida de energía, ese rugir estentóreo del hincha,
lleno de simplicidad y trivialidad,
orgulloso de algo de lo que es incapaz,
satisfecho por lo ajeno.

Pero, por el contrario, me gusta verlos juntos,
haciendo ambiente, unidos en una causa.
Entonces, yo también me uno a ellos.
Y me siento, como ellos, crecido, más potente,
por ese poder y fuerza que nos da la unión y la solidaridad.
Siento la sensación de estar amparado o protegido
al participar en la misma fiesta.

Hay en todos “nosotros” un denominador común que nos une.
Y eso me gusta, porque esta gente es mi pueblo.
Entonces me siento orgulloso de mi pueblo.
Lo admiro por esa desbordante alegría,
por esa unión, camaradería e, incluso, amistad
que voluptuosamente se genera entre su gente.
Esto distingue a mi pueblo, lo eleva,
se podría decir que lo ennoblece.
Y su aspecto cambia, llenándose de color y de calor.

Sé que todo es primario, simple y vulgar,
pero me parece bonito.
Se ha hecho un alto en la lucha cotidiana.
¡Ha ganado el Athletic!
¡Les hemos ganado! ¡Somos los mejores!

Todos estamos de acuerdo.
Hoy no nos enfadamos por las estupideces
que ayer nos hubieran enfrentado unos contra otros.
Hoy no importa que nos pisen, que nos empujen.
No queremos problemas.
Hay una tregua.  ¡HA GANADO EL ATHLETIC!

(*) Cuando redacté esto, Bilbao no era como ahora, ni se pensaba en el Guggenheim ni estaba tan «guapo» como 40 años después... ¡Ni mucho menos!



4 nov 2012

LA UNIÓN EUROPEA

La reciente (actual) crisis económica ha puesto en cuestión el futuro de la UE; se han desatado los temores de que algunos países (entre los que está España) tengan que abandonar la UE por razones económicas, pero, incluso, se ha puesto en tela de juicio la propia continuidad de la Unión, al menos con sus bases y esquema funcional actuales. Ya veremos qué pasa a corto y medio plazo.

Y puede pasar de todo, porque, en mi opinión, a esta comunidad política supranacional le falta fundamento natural; o sea, carece del sedimento histórico necesario en que apoyarse para vertebrar con consistencia la interrelación y el funcionamiento de los 27 estados —y, por tanto, de sus ciudadanos— que actualmente la conforman (en 2013 se incorporará Croacia). Estados entre los que hay abismales diferencias culturales, históricas, económicas y sociales, lo que, indudablemente, acentúa la diversidad —y a veces divergencia— de intereses, agudiza las diferencias en la forma de afrontar los problemas y produce gran disparidad a la hora de establecer las prioridades vitales. Además, hay que tener en cuenta que, para el entendimiento entre los ciudadanos —y esto no es baladí— del conjunto de la UE, coexisten ¡23 idiomas oficiales!, aparte de los no considerados oficiales en la UE pero que están vivos en muchas regiones de los estados miembros. Para evidenciar las diferencias de las que hablo, basta con preguntarse qué tienen en común los suecos y los chipriotas, o los portugueses y los búlgaros, o, sin más lejos, nosotros y los alemanes. Obviamente, muy poco. Y así podríamos hacer una intercomparación entre todos los estados miembros, de la que deduciríamos que resulta poco menos que utópico aglutinarlos en una unidad política que, por definición, debe velar por la mejora de los intereses generales o comunes (¿) de sus ciudadanos.

En términos políticos, creo que la UE es un engendro artificial. Aunque se gestó a mediados del siglo XX, en su formato actual se formalizó hace un par de décadas con la firma del Tratado de Maastricht entre los que entonces gobernaban los principales estados europeos para dar solidez política a las organizaciones supranacionales de carácter económico y comercial ya existentes en el seno de Europa; también, es muy posible que en el ánimo de los impulsores del engendro estuviera el loable objetivo de conseguir una estructura política unificada que erradicara la posibilidad de que se repitieran los trágicos conflictos bélicos entre países europeos que se produjeron en la primera mitad del siglo XX.

Fuera por lo que fuese, se podría decir que las intenciones y objetivos fueron elogiables, pero también es incuestionable que la UE es una artificialidad inconsistente desde el punto de vista político y social. Y también es seguro que esto último lo sabían los impulsores y hacedores del «invento», porque lo llevaron a cabo de tapadillo; es decir, lo hicieron a la brava y sin consultar a los ciudadanos. Al menos en España —y supongo que en los demás países también—, a principios de los noventa, sin recibir demasiadas explicaciones, nos enteramos de que ya éramos europeos de la UE. Y, sin saber muy bien qué significaba eso, lo aceptamos dócilmente sin resistencia y sin entusiasmo, porque entendimos o, más bien, supusimos que podía ser algo bueno; eso de equipararnos a los alemanes, suecos, británicos, etcétera, nos pereció bien y, por eso, lo aceptamos sin rechistar.

Después, también a la brava y con la táctica de hechos consumados, los mandamases de los diferentes estados crearon la Unión Monetaria (UME) y en 2002 nos quitaron la peseta y nos impusieron el euro. Ni nos preguntaron qué nos parecía; la verdad es que nos gustó porque, además de evitarnos la conversión cuando hacíamos turismo por Europa, creo que, en el fondo, estábamos hartos de las humildes «pelas», que valían muy poco en relación con la mayoría del resto de las monedas europeas. Más tarde, en 2005, en España votamos en referéndum la Constitución Europea, que fue aprobada por gran mayoría de los votantes españoles aunque hubo una abstención de casi el 67 por ciento; pero en los referendums de Francia y Holanda ganó el NO y se organizó algo de lío, por lo que los demás países desistieron de someter la Constitución Europea al refrendo de sus respectivos ciudadanos.

O sea, algo tan importante para todos y cada uno de los países que conforman la UE, como es la integración en una organización política supranacional a la que se cede una parte importante de la soberanía nacional —que, dicho así, parece algo poco relevante, pero que es de la máxima importancia para los ciudadanos de todos los países de la UE— no ha sido aprobada, en ninguna de sus fases, por los ciudadanos de los estados miembros, salvo, como he dicho, la Constitución en España (y, después, en Luxemburgo). No sabría decir si en algún país se preguntó a los ciudadanos si querían integrarse en la UE o en la UME, pero me arriesgaría a decir que en ninguno se formalizó la consulta. Es decir, continuando con mi visión negativa de la razonabilidad de la UE, hay que asumir que, además de una artificialidad totalmente antinatural (social y políticamente), es una aberración democrática mayúscula. ¡Y todos tan contentos!

Estamos o, mejor dicho, estábamos tan contentos porque parece que a España durante un tiempo le ha ido bien, debido, según dicen, a los fondos que durante algunos años ha aportado Europa. Pero parece que ha llegado Paco con la rebaja. Porque es evidente que ahora vamos a tener que sufrir la crudeza de la pérdida de soberanía, que impide a nuestros gobernantes actuar con la autonomía que podría ser necesaria para afrontar una situación de crisis económica (con su dramático efecto en el desempleo) como la actual. Y si no, que le pregunten a Rajoy por eso del dichoso rescate y la consiguiente condicionalidad (¡cómo me gusta la palabreja!).

Y conste que creo que, en general, a España le ha venido bien su integración en la UE y, especialmente, en la Unión Monetaria, porque, aparte del efecto inflacionista que padecimos cuando apareció el euro (aquello de que 100 pesetas = 1 euro), la imposibilidad comentada de que el gobierno español tenga autonomía para llevar a cabo su propia política económica y monetaria ha impedido que, ante la crisis actual, aplicara la consabida receta propia de situaciones de este tipo: la devaluación, con su consiguiente efecto inflacionista que nos hubiera machacado a los jubilatas; así que por esa razón, ¡viva Europa y el euro!

Pero, independiente de lo que Europa haya significado o signifique para España, lo que quería resaltar ahora es que, por lo que he dicho de la endeblez de sus fundamentos político-sociales, de su falta de arraigo histórico, de la diversidad o heterogeneidad de los estados miembros, y, también, por su total carencia de legitimidad democrática, la Unión Europea adolece de una gran inconsistencia política y que, por eso, le va a resultar muy difícil superar los problemas que, como la actual crisis financiera, seguro que van a surgir en su seno. Como decía al principio, no sé qué futuro tiene la UE (ni creo que lo sepa nadie, ¡ni Merkel!), pero me da en la nariz que no será muy duradero.



Comentario ulterior: Hoy, 24-6-2016, menos de cuatro años después de escribir lo que antecede, nos hemos enterado de que el «Brexit» ha triunfado en el referéndum que se celebró ayer en el Reino Unido. Este estado abandonará, pues, la UE. Todos lo consideran una catástrofe en términos políticos, económicos y de todo tipo, y algunos hablan ya del principio del fin de la Unión. Desafortunadamente, parece que mis temores estaban justificados.

30 oct 2012

EL PROGRAMA ELECTORAL

Hace poco llegó a mis manos el programa electoral de uno de los partidos políticos que participaron en las elecciones del pasado 21-O en Euskadi. Nada menos que ¡262 páginas! ¡De no creer! Para saber si tal exceso era o no algo extraordinario, me preocupé de obtener los programas de los otros partidos competidores en las mismas elecciones, y pude comprobar lo que me temía: los demás programas, aunque no tanto, también eran unos tochos de echar para atrás. La media rondaba las 200 páginas, que no está nada mal (y estoy hablando de las elecciones de una autonomía; ¡cómo serán en las del estado!).

¿Habrá habido alguien que se haya leído completo alguno (no voy a decir varios ni, mucho menos, todos) de estos ladrillos? Yo creo que ni los propios equipos de redactores (porque supongo que se escribirán entre varias personas); ni los militantes del propio partido; ni, incluso, sus líderes; ni, mucho menos, los que simplemente formamos parte del censo electoral. Es que nada más ver semejantes mamotretos se quitan las ganas, ya no solo para leerlos completos, sino, incluso, para iniciar su lectura; son una barbaridad.

Obviamente, no hay que ser un lince para darse cuenta de que ningún ciudadano corriente, o sea, ninguno de los potenciales electores a los que, precisamente, va dirigido el programa, se va a leer algo así, por lo que deduzco que los responsables de los partidos —que suelen ser gente lista— son plenamente conscientes de ello. Entonces, ¿por qué se hacen los programas electorales tan infumables? Pues, a mi entender, porque lo que quieren es eso, que los ciudadanos no los leamos; esta sería la explicación inmediata o simple. Buscando una razón algo menos simplona, se me ocurre que cuando no se tienen claros las ideas o los mensajes políticos que se quieren poner en juego en la cancha de la confrontación partidista, o, lo que es peor, se pretende que no queden claros para los electores, suele ser muy corriente y eficaz emplear un exceso de retórica. O sea, hablar (o escribir) mucho y decir poco.

Un ejemplo de lo que digo podría ser el siguiente párrafo que he tomado al azar de entre los cientos que llenan las 262 páginas del programa en cuestión. Hablando, creo, de los principios ideológicos o programáticos del partido redactor se dice: «... propone una política de juventud desde la convicción de que las personas jóvenes son las verdaderas protagonistas de su propia vida y porvenir. Desde (...) planteamos un modelo sin afán paternalista ni de victimización de la juventud. Los compromisos e iniciativas que proponemos son herramientas a disposición de la juventud para que sean protagonistas en la construcción de su propio futuro. Ésa es la filosofía del proyecto que presentamos en materia de juventud: (...). Se trata de una propuesta ajustada a los centros de interés, necesidades y motivaciones de cada ciclo vital. Una propuesta coordinada, con visión estratégica, coherente y compartida con jóvenes, agentes y administraciones».

¿Mandeeeee...? ¡¿Qué nos prometían?! No me he enterado, pero les quedó muy bien. El redactor se lució. ¡Para que luego digan que los vascos somos parcos y lacónicos!

Hablando en serio, esto no es nada serio. Así no hay quién se entere y, por tanto, luego no es nada fácil que los ciudadanos podamos reprochar a los partidos no seguir los postulados o promesas electorales de sus programas, ni, como sucede con mucha frecuencia, que podamos echarles en cara que tomen iniciativas que no habían anunciado. En el párrafo que he transcrito cabe todo, para lo bueno y para lo malo. Desde luego, así no podremos llegar a lo que yo proponía en este blog en un antiguo post titulado «Democracia directa», en el que, en síntesis, propugnaba los referendums para los casos en que los partidos gobernantes tomaran iniciativas no contempladas en sus programas; desde luego, con programas como el que nos ocupa cualquiera sabe lo que los partidos prometen o no.

Por eso, creo que habría que regular la redacción de los programas que los partidos presentan en las elecciones; no sería muy difícil, no. Habría que limitar la extensión, por ejemplo, máximo 10 cuartillas A4 a un espacio con letra del 12, por decir algo. Y nada de paja literaria; concisos, concretos y claritos. Apurando, se podría prefijar el índice o materias a programar (economía, empleo, sanidad, obras públicas, etc.), dejando siempre un capítulo para las iniciativas programáticas singulares que no estén en el índice estándar. Además, se podría establecer que un organismo o institución oficial del ámbito en que se celebren las elecciones diera a los programas su previo visto bueno, atendiendo a su concisión, concreción y claridad. No hay que asustarse por estas cosas; no son tan difíciles, no. Para los partidos, debería resultar más fácil (esto, por lo que ya he dicho, no lo tengo muy claro) hacer un programa de 10 páginas que de 200, y los ciudadanos nos podríamos enterar. Y que no digan que no tendrían espacio para exponer sus promesas electorales, porque para decir lo que se quiere hacer en cuatro años (no en un siglo) con 10 páginas es más que suficiente si se tienen claros los objetivos.

Si los programas electorales de los partidos políticos tuvieran un máximo de 10 hojas, aunque no sea la literatura que más me pone, posiblemente me leería más de uno... y, como yo, también otros ciudadanos; entre ellos, seguro, los que hayan tenido la perseverancia e interés de leer este artículo. Pues ¡hala!, a divulgar la sugerencia.


8 oct 2012

CINISMO JODIENTE. ARTUR MAS

El cinismo es una actitud; cínico es el adjetivo relacionado. Como el diccionario de la RAE no está muy sembrado que digamos con las definiciones de ambos términos, no hay más remedio que improvisarlas. Así, a bote pronto, diría que se puede denominar cinismo a la actitud expresiva que se adopta cuando se manifiesta con descaro  o aplomo lo contrario o algo muy diferente de lo que se piensa; o sea, es como mentir «con arte». No sé lo que opinarán los académicos de la RAE, pero creo que lo anterior resulta mejor que sinonimizar (me la acabo de inventar) «cinismo» con «desvergüenza» o con «impudencia» como hacen ellos.

O sea, en el cinismo se da una total disociación entre lo que se piensa y lo que se aparenta. Así, es muy corriente que el cínico emplee palabras correctas y sonría con afabilidad, o sea, aparente cordialidad, cuando está diciendo algo que, a sabiendas, molesta al interlocutor o a los que le escuchan; esto es una de las variedades más comunes del cinismo, que podemos denominar cinismo jodiente: mientras dice algo que molesta, el cínico pone su mejor cara y sonríe como un bendito; ¡mira que jode! Y no te digo nada si, mientras dice lo que te jode, ya no solo sonríe sino que, incluso, intercala alguna risita (risa bobalicona, realmente); ¡te pone de una hostia...!

¿Y a qué viene todo esto?, se preguntará el lector, aunque el título de este escrito ya da alguna pista. Pues sí, han sido las apariciones del president Artur Mas en los noticieros de la tele lo que me ha hecho pensar en esto del cinismo jodiente a que me he referido. En concreto, hablo de sus apariciones expresándose en castellano, que son, normalmente, cuando habla para fuera de Cataluña, digamos que para Madrid. Porque cuando habla en català lo hace para los catalanes y, por tanto, supongo que se muestra con menos dobleces y con cierta sinceridad (si es posible que tal cualidad adorne a un político). O sea, cuando le veo o escucho hablando en castellano —cuando habla para Madrid— es cuando inmediatamente relaciono lo que veo y escucho con los términos cinismo y cínico en su variante más jodiente, como decía antes. Voy a tratar de explicar el porqué.

Leyendo u oyendo a buena parte de los medios de comunicación en Madrid, no hay que ser un experto analista para decir que, en la capital, el president es uno de los más odiados y denostados personajes políticos de la actualidad, debido a sus últimas iniciativas políticas relacionadas con el complejo asunto de la eventual independencia de Cataluña. Y, por lo que he observado, la aversión que se siente en Madrid por este personaje se recrudece cada vez que se le escucha hablando sobre el asunto. Es obvio que esto ya lo sabe él, y sabe que lo de la independencia de Cataluña, aquí, en Madrid, jode mucho. Por eso, en sus declaraciones públicas dirigidas, principalmente, al Foro, se le ve siempre con una media sonrisa (o con un cuarto de sonrisa), con el gesto afable, empleando un tono suave y siendo comedido en sus palabras en una ambigüedad expresiva calculada. O sea, dulcifica el gesto y suaviza el discurso, tratando de transmitir cierta cordialidad a sabiendas de que el fondo de su mensaje molesta enormemente a buena parte del personal... y, claro, el personal coge unos rebotes de mil demonios.

Por todo esto decía antes que relacionaba al molt honorable president con lo del cinismo jodiente; la verdad, me parece que en esa disciplina es un verdadero experto. Por eso no me cae nada bien y por eso, si tuviera la oportunidad, le recomendaría al president que cuando hable para Madrid lo haga con más frescura; que se deshaga de la pose conciliadora y de la beatífica media sonrisa o cuarto de sonrisa, que la debería dejar para sus encuentros con el abad de Monserrat; que cuando hable para Madrid —de estas cosas que ha hablado últimamente— que lo haga con la firmeza, seriedad y sobriedad con que se debe hablar cuando se habla de cosas importantes (y la eventual secesión de Cataluña lo es de las que más, Mas), que se deje de florituras dialécticas y de actitudes versallescas. En suma, que llame al pan pan y al vino vino y que sea valiente y sincero... si tiene las cosas claras. Y si no las tiene que se calle y no la líe.

Para terminar, debo confesar una duda que me ha entrado mientras escribía sobre el cinismo jodiente de Artur Mas: ¿será que, simplemente, es un buen político? Si fuera así, para mí habría sinonimia entre «cínico» y «buen político»... ¿o no?




6 sept 2012

FABULOSOS PARALÍMPICOS... Y RONALDO

Estoy siguiendo por la tele los Juegos Paralímpicos y debo decir que estoy impresionado. No sé si será porque, por suerte o por desgracia, no había tenido apenas contacto con el mundo de los discapacitados y mucho menos con los que, formando parte de ese colectivo, se dedican al deporte y compiten oficialmente, pero lo que estoy viendo estos días no lo había visto nunca y creo que merece, como poco, el calificativo de espectacular; ¡gran espectáculo! Desde luego, para mí, mucho más atractivo que los juegos de la Olimpiada. Creo que es una suerte que Teledeporte de TVE, a través de la tecnología TDT, nos esté dando la oportunidad de contemplar casi todo lo que pasa en Londres desde el pasado 29 de agosto.

Es impresionante ver a ciegos jugando al fútbol o participando en las pruebas ayudados de sus "guías"; o a personas sin brazos utilizar el arco y las flechas con los pies (y conseguir la medalla de oro); o a discapacitados jugar al baloncesto en sillas de ruedas (he visto canastas que no desmerecen de las de los profesionales de la ACB). Qué decir de los participantes en las pruebas de atletismo o de natación, muchos de ellos con serias discapacidades pero consiguiendo marcas muy dignas, como el caso, que he visto esta tarde, de un chino sin brazos que ha corrido los 100 metros en 11 segundos. En fin, sería interminable la lista de menciones a participaciones espectaculares y a la vez chocantes, por las variopintas condiciones físicas y mentales con las que compiten todos y cada uno de los participantes en los Paralímpicos; pero eso sí, todos, absolutamente todos, son dignos de admiración y del máximo respeto.

Porque son muy admirables y respetables todas estas personas que, sin resignarse, luchan por superar las limitaciones con las que no tienen más remedio que convivir. Y, según parece, lo hacen con entusiasmo, con un encomiable afán de superación, demostrando una enorme fortaleza mental (aunque su discapacidad les afecte al intelecto), con destreza y, por qué no, con alegría.

Y como contrapunto la tristeza de Cristiano Ronaldo... Según ha manifestado, ¡está triste!... El país se ha convulsionado; las redacciones de la sección de Deportes de los medios de comunicación están en una frenética actividad para tratar de saber qué le pasa a Ronaldo; en España no se habla de otra cosa. No es para menos. El portugués, que aparentemente lo tiene todo, está triste y no se sabe con certeza por qué... pobrecito... me da una pena... Sumándome al desasosiego y tribulación nacional, llevo desde el domingo sin dormir dando vueltas en mi cabeza a lo que nos ha dicho el futbolista para ver cómo podría contribuir a que se le pase su tristeza y vuelva a mostrarse chulito, exultante y retador cada vez que marca un gol. Pero no se me ocurre nada para ayudarle.

Ahora bien, enlazando lo de Ronaldo con los Paralímpicos, me da que el futbolista no ha visto nada de estos juegos, porque, si lo hubiera hecho y, así, hubiese visto lo que hacen —y cómo lo hacen— esos admirables deportistas, que, en comparación con él, tienen tantas carencias de todo tipo, y a poco que reflexionara, estoy seguro de que no se le habría ocurrido hacer las ridículas (por no emplear otro calificativo más grueso) manifestaciones que hizo el domingo pasado. Desde luego, si ha visto los juegos y, aun así, se ha atrevido a decir que se siente muy triste (por cuestiones profesionales, ha aclarado (?) luego) es que entonces, sencillamente, es un gilipuertas. Y como creo que no lo es, me reafirmo en que «el triste» no ha visto nada de los Paralímpicos.

Y, mira por dónde, ya sé como se le podría ayudar al pobrecito Ronaldo a superar su tristeza: tenerle 10 horas al día durante dos semanas visionando los vídeos de los presentes Juegos Paralímpicos. Yo creo que hasta se le pasarían las ganas de pedir aumento en su ficha. Y el listo de Florentino sin enterarse; si digo yo...
- - - - - - - - - - -
Nota adicional posterior: Días después de publicar esto he visto en un  noticiero de Tele5 un reportaje sobre la imaginativa campaña que la Asociación de Parálisis Cerebral y Alteraciones Afines ASPACE-ÁLAVA ha emprendido a raíz de las declaraciones de Ronaldo de las que he hablado. Con mucha retranca, le dicen a CR7 que, como remedio para su tristeza, se haga voluntario cooperador de la asociación. Seguro que también este remedio le vendría bien al portugués, por lo que, aunque solo fuera por vergüenza torera, debería hacer caso a lo que le sugieren.
Si quieres ver la noticia pincha aquí


13 ago 2012

JJ.OO.

Han finalizado los JJ.OO. de Londres 2012, que, por la tele, he seguido con mucho interés; me tragué (disfrutando) completos  los espectáculos (o ceremonias) de la inauguración y de la clausura. Al margen de lo puramente deportivo o competitivo, creo que un evento como el que nos ocupa podría ofrecer un sinfín de enfoques analíticos sobre su impacto, significación y alcance. Yo me voy a detener en lo puramente estético; es decir, voy a comentar sobre el espectáculo que se ofrece al espectador por el desarrollo de las competiciones.

Y para centrar el comentario en lo estético de las pruebas tengo que prescindir de dos elementos fundamentales: uno, de las ceremonias que ya he mencionado (de las que sí diré algo luego) y, dos, del aspecto emocional o partidario con que casi todo el mundo ve las competiciones de los JJ.OO, sobre todo si en las pruebas que se contemplan participan deportistas del país de cada cual. Ya sé que prescindir de este segundo elemento —la emotividad que proviene del partidismo— es algo así como desnaturalizar o dejar sin la sustancia principal a la contemplación de una competición deportiva. Pero eso es lo que quiero, porque de lo que va este escrito es de comentar, desde una perspectiva limitada a los aspectos estéticos, la plasticidad de uno de los eventos de mayor importancia (por no decir el más importante) del planeta. De las sensaciones, alegrías, frustraciones, marcas, victorias, derrotas, anécdotas, etc. se ha hablado, se habla y se hablará hasta aburrir, así que eso queda para otros o para otros momentos.

Refiriéndome a las propias competiciones, como espectáculo me parecen una birria. Y eso que, gracias a la excelente técnica y medios de los realizadores de la tele, resultan un producto televisivo de calidad. Pero, a lo que voy, es que en las competiciones de los JJ.OO. brilla por su ausencia lo que en los espectáculos humanos debe ser una constante en los que los conciben y los ejecutan: el talento, entendido, este, como capacidad creativa, imaginación, originalidad, arte, virtuosismo, etc. Es decir, el talento del ideador o creador del espectáculo y el de las personas que lo ponen en escena es el intangible en el que se sustenta la conexión que se establece entre el espectáculo y el espectador para disfrute de este.  Creo que no hace falta más explicaciones; todos —cada cual con sus gustos y preferencias— apreciamos el talento cuando asistimos a un espectáculo (cine, teatro, concierto, recital, circo, etc.) y disfrutamos, sentimos y nos emocionamos con lo que vemos o escuchamos.

Pero, como decía, en las competiciones de los JJ.OO. el talento creativo, la originalidad y la imaginación en las performances de los deportistas competidores es, prácticamente, cero. Debo excluir de esta aseveración a las competiciones en las que los resultados se basan en la subjetividad del jurado calificador, principalmente la gimnasia rítmica  y la natación sincronizada, en las que, precisamente, los aspectos estéticos o la creatividad en las ejecutorias priman sobre lo puramente deportivo o físico; también en las competiciones de lucha, judo y boxeo hay más campo para la singularidad en la ejecución, si bien estas competiciones no son de las que tienen mayor protagonismo o importancia en el contexto de la Olimpiada. El fútbol o baloncesto —sobre todo el primero— también podrían incluirse entre las competiciones que ofrecen cancha al talento de los participantes, si bien, al menos en el caso del fútbol, no es necesario esperar cuatro años para ver los mejores partidos (de hecho, en los JJ.OO no participan los mejores futbolistas).

En cambio, sí están los mejores del atletismo, considerado como el deporte rey de los JJ.OO, y que es el que suscita mayor atención y expectación, y, desde luego, el que tiene mayor cobertura televisiva. Pero, con criterios exclusivamente estéticos, tendremos que reconocer que no resulta muy espectacular ver a un grupo de deportistas corriendo, saltando o lanzando objetos, cuando todos los participantes lo hacen igual, y, además, prácticamente igual que lo hacían los que competían hace cientos de años. La única diferencia está en unos segundos (o décimas de segundo) o en unos centímetros; pero, a los efectos estéticos a que me refiero, esas diferencias son imperceptibles.

Por comentar algo de lo visto, diré que con el Maratón me pasa lo mismo que con los toros, lo más espectacular me resulta el desplome de los exhaustos atletas en la llegada (en los toros, las cogidas); ahora, ver cómo corren los sufridos y esmirriados maratonianos no me parece espectacular en absoluto. Y de la prueba reina del atletismo a la más mediática: los 100 metros lisos; la ganó un macizo jamaicano que llegó a la meta unas décimas antes que sus competidores, que, a lo largo del recorrido, corrieron, aunque un poco menos rápidos, de forma muy parecida al ganador (y también de forma similar, supongo, a los que ganaron la misma prueba en todos los JJ.OO de la historia). Ver a los ágiles atletas saltar (a lo largo o a lo alto) tampoco dice mucho; en todo caso, la pértiga ofrece algo más de espectáculo, pero, lo que decía, también todos lo hacen exactamente igual. Menos espectacular y mucho más antiestético me resulta ver a los gordos y gordas en los lanzamientos; todos utilizan la misma técnica y se mueven exactamente igual... no emocionan en absoluto.

Lo dicho sobre el atletismo sirve para las competiciones de natación; con leer los resultados en el periódico del día siguiente es suficiente para los que tengan algún interés en estas disciplinas; para los que no tenemos mucho interés, resultan una lata. Y qué decir sobre las competiciones de tiro, tiro con arco, hípica, halterofilia, remo y algunas otras; desde luego, su estética tampoco me pone. La verdad, en buena parte de las competiciones que he citado, el espectáculo está en la estética de los propios atletas (abdominales y paquetes, en ellos, y culetes y muslamen, en ellas).

Dicho todo esto, cabe preguntarse ¿por qué tienen tanto éxito como espectáculo los JJ.OO.? La respuesta es fácil: porque, por encima de la pobre plasticidad de las pruebas en sí, está la grandiosidad de la exaltación del espíritu competitivo y de superación del ser humano. Además, los JJ.OO. son el santuario mundial para la sacralización de la victoria y para el culto y veneración a los triunfadores (sobre todo si son «de los nuestros»); también, muchas más veces de las que se ven, representan la frustración humillante para los perdedores. Y supongo que esto de ver ganar y perder gusta. Ahora bien, gusta porque los JJ.OO. son cada cuatro años, porque si fueran cada año la expectación decrecería. No digo nada si las competiciones fueran, como el fútbol, cada domingo... las iba a ver su prima.

Pero por lo que parece que más gusta este evento es por ser ocasión para dar rienda suelta al patriotismo desmedido y a las demostraciones exultantes de nacionalismo estatal tolerable o consentido; por eso las banderas y los himnos tienen un papel importante. De esto se podría hablar bastante... pero no ahora. De nacionalismo estatal tolerable o consentido saben mucho los británicos, y en estos JJ.OO. han hecho constantes demostraciones de ello, no solo durante el desarrollo de las competiciones (en las que han obtenido una buena cosecha de triunfos), sino, sobre todo, en las ceremonias de inauguración y clausura. Como he dicho al principio, disfruté con los dos espectáculos, a pesar de que me resultó excesivo tanta exhibición de la Union Jack; aun con eso, ambas ceremonias me parecieron espectaculares y una demostración de talento creativo y, sobre todo, organizativo.

Para concluir, tengo que confesar que, olvidándome de la coña de la estética de las competiciones —que, la verdad, tampoco tiene demasiada importancia, porque en cualquier competición lo que realmente vale e importa es el hecho en sí—, vi por la tele buena parte de las competiciones de los JJ.OO y, especialmente, las de atletismo... y me lo pasé debuten. Que los de Jamaica, un país de menos de 3 millones de habitantes, les mojen la oreja a los del todopoderoso USA (más de 300 millones) me priva; también, ver el triunfo de los famélicos africanos en las pruebas de resistencia. Esto solo pasa en el atletismo y lo solemos ver en los JJ.OO.


19 jul 2012

CUANDO VUELVA A TU LADO

Me voy a poner un poco nostálgico. Esta mañana, mientras me afeitaba, han puesto en la radio el bolero que da título a esta entrada. Lo he escuchado con atención, no sólo porque estaba interpretada magníficamente (no sé por quién, sólo que era una mujer), sino también porque me ha retrotraído a otros tiempos; a aquellos lejanos de la juventud en los que, simplificando, decíamos que la música era la combinación armónica de ritmo y melodía. Pero también —y sobre todo— la música o, mejor dicho, las canciones eran pequeñas historias, en buena parte relacionadas con el amor y con el desamor, que aprendíamos con facilidad y que repetíamos cada vez que entonábamos las canciones de moda.

Esto empezó a cambiar cuando en la radio —lo digo en singular porque en los tiempos de los que hablo, además de Radio Nacional, prácticamente sólo había una emisora: la SER— irrumpieron con fuerza los llamados disc-jockey y con ellos llegó la música y canciones de otros países con otros idiomas, principalmente del Reino Unido y de USA; antes nos había llegado, también con fuerza, la música italiana y la francesa. Pero creo que lo que cambió realmente nuestros usos y gustos musicales fueron las canciones en inglés. No conocíamos el idioma, no sabíamos lo que decían, pero las entonábamos sin pudor emitiendo los sonidos que asimilábamos a fuerza de oír repetidamente las canciones. ¿Quién no entonó aquel famoso estribillo de The Beatles que reproducíamos como, más o menos, «silaviu yeee, yeeee, yeeee...»? No sabíamos lo que decíamos pero nos gustaba cantarlo; y ese fue el gran cambio.

Escuchábamos y cantábamos la música de moda, que nos gustaba mucho, pero no sabíamos lo que decían o transmitían las canciones; no importaba. Nos limitábamos a tratar de reproducir los sonidos vocales que nos parecía que emitían los intérpretes. Así que cada cual pronunciaba según su propia asimilación de lo que oía; o sea, un descojono. Algunos, a veces, aún lo hacemos así.

Desde luego, nada que ver con la época anterior, en la que nuestros mayores cantaban lo que les gustaba, no sólo por su musicalidad, sino por lo que decían las canciones. A esa época me he trasladado cuando he escuchado  Cuando vuelva a tu lado. Me he acordado de mi madre que cantaba mientras «hacía la casa»; naturalmente canciones con letras en castellano que le gustaban. Y seguro que le gustaban porque le gustaba lo que decían... lo que contaban. Porque, la verdad, no me digáis que no es bonito lo siguiente, o sea, lo que he escuchado esta mañana:

Cuando vuelva a tu lado
no me niegues tus besos
que el amor que te he dado
no podrás olvidar.

No me preguntes nada
que nada he de explicarte
que el beso que dejaste
ya no lo puedes dar.

Cuando vuelva a tu lado
y esté solo contigo
las cosas que te digo
no repitas jamás.

Por compasión...

Une tu labio al mío
y estréchame en tus brazos
y cuenta los latidos
de nuestro corazón.

Si quieres escucharla, pincha aquí



1 abr 2012

VASCOS Y ESPAÑOLIDAD

Los vascos de Euskal Herria somos españoles o franceses; esto es una obviedad, porque la nacionalidad es un atributo administrativo-legal que, generalmente, viene determinado por el Estado en que uno nace o al que administrativamente pertenece; no hace falta entrar en detalles. Ahora bien, hay una parte de los vascos que tienen clarísimo que no les gusta ser españoles o franceses —o que no se sienten como tales— y que les gustaría pertenecer a un Estado Vasco para poder tener, legal y administrativamente, la nacionalidad vasca; o sea, les gustaría ser sólo vascos (o como pudiere denominarse el gentilicio de ese hipotético estado). De este grupo no voy a hablar ahora. Tampoco de los que, contrariamente, se sienten tan españoles o franceses como los de Madrid o París, respectivamente; éstos también tienen las cosas clarísimas en lo concerniente a la cuestión identitaria.

Pero hay otra parte muy importante de la ciudadanía vasca que no lo tiene tan claro; probablemente sea el grupo mayoritario entre los ciudadanos de Euskadi (me centro en este territorio para no complicar el análisis). Los de este grupo, en el que me incluyo, nos sentimos plenamente vascos, pero, a la vez y aunque con ciertas reservas, asumimos nuestra nacionalidad española, si bien es verdad que tampoco la exhibimos, digamos, con vehemencia patriótica; o sea, también nos consideramos españoles... pero no demasiado. Tenemos algo de lío identitario, y se nos nota cuando de forma directa nos preguntan si nos sentimos vascos o españoles. Ahí nos pillan; tenemos que hacer funambulismo dialéctico para contestar, y, generalmente, no respondemos con contundencia ni claridad. ¿Por qué será? Voy a tratar de responderme.

Como he dicho, la cuestión está en que, mientras que nuestra vasquidad la tenemos clara, dudamos de nuestra españolidad. Para introducirme en el análisis, debo empezar por tratar de aclarar el significado que tiene el término españolidad. El diccionario de la RAE dice: «1. Cualidad de español» y «2. Carácter genuinamente español». Me olvido de la acepción 1, que, para lo que nos ocupa, no aclara nada, y me centro en la 2, que es donde está el meollo de la cuestión por lo de «genuinamente español». Volviendo a tirar de diccionario, los sinónimos del adjetivo genuino son «auténtico, legítimo y, también, propio o característico».

Dejando de lado el diccionario —y olvidándonos del sesgo sentimental o patriótico que pueda tener la palabra españolidad— y tratando de encontrar su significado socio-cultural, podríamos decir que españolidad o lo español son los rasgos comunes —o más habituales— en las actitudes, gustos y tendencias culturales de los ciudadanos españoles. No sabría decir si esto es consecuencia de lo que podríamos denominar el sedimento genético o es, simplemente, una cuestión de mentalización o educación dirigida desde los sectores político-sociales más influyentes; ahora bien, intuyo que es más por lo segundo, como aclararé más adelante.

De cualquier modo, sea por un proceso natural o artificial, lo que parece claro es que esos rasgos comunes o más habituales —o sea, lo genuino— son los que conforman el prototipo de español o, lo que es igual, de una persona con españolidad acusada.

Dicho esto, no hay más remedio que preguntarnos: ¿cuáles son los rasgos característicos y visibles de las personas que pueden ajustarse a tal prototipo?; en otras palabras, ¿qué podemos considerar como genuinamente español? Aunque son preguntas que admiten un amplio abanico de respuestas, creo que muchísimos vascos, singularmente los de mi generación, hemos ido interiorizando o asimilando, sobre todo durante el régimen político anterior y gracias a la influencia de lo que se podría considerar como la cultura oficial de aquella época, que en el prototipo de español o de un individuo con marcada españolidad es inexcusable lo siguiente:

· Lo primero, ser aficionado a los toros y, a poder ser, entendido en el arte de Cúchares.

· También es muy típico en el español ser amante del flamenco y buen palmero. No es imprescindible tener buen oído o saber entonar con gracia o buen estilo un fandango, pero, eso sí, hablar siempre en términos elogiosos del difunto Camarón.

· La copla debe estar entre los gustos musicales preferidos del español.

· En las conversaciones, dar más importancia a la cantidad de palabras pronunciadas que a su calidad, o sea, a hablar más que a decir.

· Además, se nos vendió como atributos muy propios de los españoles otra serie de valores de mayor trascendencia, como puede ser la valentía, el catolicismo, la gallardía, etc, si bien, hay que reconocer que éstos no tienen por qué ser de exclusividad de los españoles.

Pero sí los anteriores. Aunque son aspectos que podríamos considerar como folclóricos, que escasamente pueden determinar la personalidad de un individuo, no hay duda de que durante décadas nos los han presentado como lo más genuino y visible de lo español. Es evidente que hay zonas de España —desde luego, Euskadi no está entre ellas— en que tales rasgos se encuentran mayoritariamente entre sus naturales, y si son asumidos y bien considerados entre ellos, los que no somos de esas zonas a lo máximo que podemos llegar es a respetar tal idiosincrasia y, si se presenta la ocasión, aplaudirla si nos gusta, pero no como algo propio, sino simplemente como algo exótico o diferente. Lo malo es que durante mucho tiempo nos han vendido que lo propio y particular de esas zonas es emblemático de lo general de España; eso nos descoloca a los vascos y, de alguna forma, nos excluye.

Yo, si hay que echarse un fandango, me lo echo, sobre todo si me he tomado un par de cubatas; pero es obvio que los rasgos comentados no se encuentran entre los que más determinan mi personalidad ni lo visible de mi forma de ser, ni, por supuesto, entre los de la inmensa mayoría de los vascos que conozco. Por eso, cuando a muchos vascos nos preguntan si nos sentimos españoles, nos cuesta decir que sí. Al margen de ideologías políticas (que en esto tienen su importancia), nuestro estilo de vida, costumbres y cultura no tiene un carácter «genuinamente español»; por tanto, nuestra «españolidad» brilla por su ausencia. Esto hay que entenderlo.

 - - - - - - - - - - - - -

Nota adicional posterior. Tras incluir esta entrada, he leído un artículo de Iñaki Anasagasti (con el estilo incisivo y beligerante habitual de este senador del PNV), publicado en DEIA en la misma fecha que mi entrada, en el que, con diferente enfoque y refiriéndose a la presentación el próximo 25 de abril de la «Marca España», emplea, entre otros, argumentos parecidos (en el fondo) a los que yo he utilizado para desvincularse del propósito gubernamental español de tratar de imponer la citada marca. No sé si lo de Anasagasti se enmarca en una estrategia partidista; desde luego, lo mío no... ¡ni de coña!

El artículo lo puedes leer en
http://www.deia.com/2012/04/01/opinion/tribuna-abierta/el-25-de-abril-se-presenta-la-39marca-espana39


30 ene 2012

ATHLEEEEEEEEETIC... ¡EAUP!

Si hay algo común en todos los bilbaínos es nuestro cariño por el Athletic Club de Bilbao, o sea, por nuestro Athletic. En esto estamos de acuerdo todos: hombres y mujeres, niños, jóvenes, adultos, viejos, trabajadores, empresarios, nacionalistas, no nacionalistas, ricos, pobres, etc. El cariño a nuestro Athletic es un sentimiento, como se dice ahora, transversal en todos los bilbaínos. Y empleo el posesivo nuestro porque nos pertenece a todos: es un condominio del que todos los de Bilbao nos sentimos, orgullosamente, partícipes. (Aclaro que cuando digo bilbaínos me refiero también a los vizcaínos y cualesquiera otros hinchas del club rojiblanco; aquí viene al pelo eso de que los de Bilbao nacemos donde nos da la gana).

Obviamente, este sentimiento de cariño hacia el equipo del pueblo o ciudad de cada cual no es exclusivo de los bilbaínos ni del Athletic; es algo bastante normal. Pero, lo del Athletic es especial; sí, sí, especial. No digo que los bilbaínos seamos más forofos de nuestro equipo que lo son los barceloneses, los madrileños, los coruñeses, los malagueños, etc., de los suyos respectivos; ni que nos mostremos más apasionados a la hora de animarle, de ensalzar sus valores y triunfos, o de sufrir por sus derrotas. Seguro que entre los hinchas o seguidores del Athletic hay de los que se lo toman a pecho y les afecta sobremanera, en positivo o negativo, los resultados de cada partido, igual que les pasa a los de otros clubes. Pero no es el apasionamiento ni la vehemencia los elementos que determinan lo especial del sentimiento general de los bilbaínos por nuestro Athletic, no. Es lo que he dicho antes: el cariño.

Y digo cariño porque no es un amor pasional, ni irracional veneración, ni desmesurada admiración, que es lo que parece que sienten los seguidores de otros equipos, sobre todo los de los dos poderosos, Barcelona y Madrid. Los bilbaínos, sencillamente, queremos a nuestro Athletic. Y lo queremos gane o pierda; si gana, mejor que mejor, y si pierde, aunque nos duela, se lo consentimos o lo toleramos.


Porque los bilbaínos somos conscientes de que nuestro Athletic, por la meritoria singularidad que le distingue —me refiero, obviamente, a que se nutre sólo de jugadores «de casa»—, está en inferioridad de condiciones respecto al resto de clubes con los que compite, especialmente a los dos grandes que antes he citado, por lo que tenemos asumido que es muy difícil que nuestro Athletic consiga ganar las competiciones en las que participa. No nos importa demasiado, estamos resignados... aunque no perdemos la esperanza. A nosotros nos basta con clasificarnos de vez en cuando para alguna de las dos competiciones europeas y, eso sí, con ganar al Barça y al Madrid en San Mamés.

Y si no se consiguen estos limitados objetivos tampoco nos lo tomamos a la tremenda; remediamos nuestro malestar con un conformista «qué le vamos a hacer»... y a otra cosa. Desde luego, gane o pierda, pase lo que pase, nuestro cariño por el Athletic permanece intacto. Y, eso sí, ese cariño lo demostramos como ninguna otra afición cuando consigue alguna «hazaña», como fueron las dos últimas ligas que ganó a principios de los ochenta. Como muestra véase la foto anterior del último recibimiento a la gabarra.

En cambio, los seguidores del Madrid o del Barça experimentan otras sensaciones. Lo que en realidad estos megaclubes proporcionan a sus seguidores, o lo que éstos buscan en ellos, es una especie de apoyo o soporte vital que les sirve a los hinchas para mejorar su autoestima personal. O sea, entre el club y el aficionado hay un vínculo interesado. Naturalmente el club necesita a la afición (en eso todos estamos igual), pero el aficionado —aquí está la diferencia— necesita del club para alimentar su ego o para su autoafirmación personal. Aunque no se den cuenta, en los culés y madridistas se da la siguiente apócrifa reflexión: «nuestro club es grande y poderoso, y por eso lo somos nosotros también».

Hasta cierto punto es lógico y natural; el ser humano, en su pequeñez, necesita de este tipo de soportes. Lo malo es que este vínculo interesado es, en realidad, una dependencia. No creo que exagero si digo que la tranquilidad o el grado de bienestar sicológico o emocional de buena parte de madridistas y culés en las horas, incluso días, posteriores a los partidos depende en buena medida de los resultados de sus respectivos equipos. Por eso solo les valen las victorias, porque si pierde su equipo, ellos, personalmente, también se sienten derrotados o, aún peor, humillados. Así, no es extraño que la afición de estos grandes clubes se indigne con el equipo cuando los resultados no son los deseados, y lo exteriorice con inmisericordes pitadas durante los partidos. La verdad, los madridistas y culés tienen un problema.

En esto de la autoafirmación personal, nosotros lo tenemos mucho más fácil porque no necesitamos de las victorias de nuestro equipo; a nosotros nos basta y sobra con SER de Bilbao y, por consiguiente, SER del Athletic.