30 oct 2012

EL PROGRAMA ELECTORAL

Hace poco llegó a mis manos el programa electoral de uno de los partidos políticos que participaron en las elecciones del pasado 21-O en Euskadi. Nada menos que ¡262 páginas! ¡De no creer! Para saber si tal exceso era o no algo extraordinario, me preocupé de obtener los programas de los otros partidos competidores en las mismas elecciones, y pude comprobar lo que me temía: los demás programas, aunque no tanto, también eran unos tochos de echar para atrás. La media rondaba las 200 páginas, que no está nada mal (y estoy hablando de las elecciones de una autonomía; ¡cómo serán en las del estado!).

¿Habrá habido alguien que se haya leído completo alguno (no voy a decir varios ni, mucho menos, todos) de estos ladrillos? Yo creo que ni los propios equipos de redactores (porque supongo que se escribirán entre varias personas); ni los militantes del propio partido; ni, incluso, sus líderes; ni, mucho menos, los que simplemente formamos parte del censo electoral. Es que nada más ver semejantes mamotretos se quitan las ganas, ya no solo para leerlos completos, sino, incluso, para iniciar su lectura; son una barbaridad.

Obviamente, no hay que ser un lince para darse cuenta de que ningún ciudadano corriente, o sea, ninguno de los potenciales electores a los que, precisamente, va dirigido el programa, se va a leer algo así, por lo que deduzco que los responsables de los partidos —que suelen ser gente lista— son plenamente conscientes de ello. Entonces, ¿por qué se hacen los programas electorales tan infumables? Pues, a mi entender, porque lo que quieren es eso, que los ciudadanos no los leamos; esta sería la explicación inmediata o simple. Buscando una razón algo menos simplona, se me ocurre que cuando no se tienen claros las ideas o los mensajes políticos que se quieren poner en juego en la cancha de la confrontación partidista, o, lo que es peor, se pretende que no queden claros para los electores, suele ser muy corriente y eficaz emplear un exceso de retórica. O sea, hablar (o escribir) mucho y decir poco.

Un ejemplo de lo que digo podría ser el siguiente párrafo que he tomado al azar de entre los cientos que llenan las 262 páginas del programa en cuestión. Hablando, creo, de los principios ideológicos o programáticos del partido redactor se dice: «... propone una política de juventud desde la convicción de que las personas jóvenes son las verdaderas protagonistas de su propia vida y porvenir. Desde (...) planteamos un modelo sin afán paternalista ni de victimización de la juventud. Los compromisos e iniciativas que proponemos son herramientas a disposición de la juventud para que sean protagonistas en la construcción de su propio futuro. Ésa es la filosofía del proyecto que presentamos en materia de juventud: (...). Se trata de una propuesta ajustada a los centros de interés, necesidades y motivaciones de cada ciclo vital. Una propuesta coordinada, con visión estratégica, coherente y compartida con jóvenes, agentes y administraciones».

¿Mandeeeee...? ¡¿Qué nos prometían?! No me he enterado, pero les quedó muy bien. El redactor se lució. ¡Para que luego digan que los vascos somos parcos y lacónicos!

Hablando en serio, esto no es nada serio. Así no hay quién se entere y, por tanto, luego no es nada fácil que los ciudadanos podamos reprochar a los partidos no seguir los postulados o promesas electorales de sus programas, ni, como sucede con mucha frecuencia, que podamos echarles en cara que tomen iniciativas que no habían anunciado. En el párrafo que he transcrito cabe todo, para lo bueno y para lo malo. Desde luego, así no podremos llegar a lo que yo proponía en este blog en un antiguo post titulado «Democracia directa», en el que, en síntesis, propugnaba los referendums para los casos en que los partidos gobernantes tomaran iniciativas no contempladas en sus programas; desde luego, con programas como el que nos ocupa cualquiera sabe lo que los partidos prometen o no.

Por eso, creo que habría que regular la redacción de los programas que los partidos presentan en las elecciones; no sería muy difícil, no. Habría que limitar la extensión, por ejemplo, máximo 10 cuartillas A4 a un espacio con letra del 12, por decir algo. Y nada de paja literaria; concisos, concretos y claritos. Apurando, se podría prefijar el índice o materias a programar (economía, empleo, sanidad, obras públicas, etc.), dejando siempre un capítulo para las iniciativas programáticas singulares que no estén en el índice estándar. Además, se podría establecer que un organismo o institución oficial del ámbito en que se celebren las elecciones diera a los programas su previo visto bueno, atendiendo a su concisión, concreción y claridad. No hay que asustarse por estas cosas; no son tan difíciles, no. Para los partidos, debería resultar más fácil (esto, por lo que ya he dicho, no lo tengo muy claro) hacer un programa de 10 páginas que de 200, y los ciudadanos nos podríamos enterar. Y que no digan que no tendrían espacio para exponer sus promesas electorales, porque para decir lo que se quiere hacer en cuatro años (no en un siglo) con 10 páginas es más que suficiente si se tienen claros los objetivos.

Si los programas electorales de los partidos políticos tuvieran un máximo de 10 hojas, aunque no sea la literatura que más me pone, posiblemente me leería más de uno... y, como yo, también otros ciudadanos; entre ellos, seguro, los que hayan tenido la perseverancia e interés de leer este artículo. Pues ¡hala!, a divulgar la sugerencia.


8 oct 2012

CINISMO JODIENTE. ARTUR MAS

El cinismo es una actitud; cínico es el adjetivo relacionado. Como el diccionario de la RAE no está muy sembrado que digamos con las definiciones de ambos términos, no hay más remedio que improvisarlas. Así, a bote pronto, diría que se puede denominar cinismo a la actitud expresiva que se adopta cuando se manifiesta con descaro  o aplomo lo contrario o algo muy diferente de lo que se piensa; o sea, es como mentir «con arte». No sé lo que opinarán los académicos de la RAE, pero creo que lo anterior resulta mejor que sinonimizar (me la acabo de inventar) «cinismo» con «desvergüenza» o con «impudencia» como hacen ellos.

O sea, en el cinismo se da una total disociación entre lo que se piensa y lo que se aparenta. Así, es muy corriente que el cínico emplee palabras correctas y sonría con afabilidad, o sea, aparente cordialidad, cuando está diciendo algo que, a sabiendas, molesta al interlocutor o a los que le escuchan; esto es una de las variedades más comunes del cinismo, que podemos denominar cinismo jodiente: mientras dice algo que molesta, el cínico pone su mejor cara y sonríe como un bendito; ¡mira que jode! Y no te digo nada si, mientras dice lo que te jode, ya no solo sonríe sino que, incluso, intercala alguna risita (risa bobalicona, realmente); ¡te pone de una hostia...!

¿Y a qué viene todo esto?, se preguntará el lector, aunque el título de este escrito ya da alguna pista. Pues sí, han sido las apariciones del president Artur Mas en los noticieros de la tele lo que me ha hecho pensar en esto del cinismo jodiente a que me he referido. En concreto, hablo de sus apariciones expresándose en castellano, que son, normalmente, cuando habla para fuera de Cataluña, digamos que para Madrid. Porque cuando habla en català lo hace para los catalanes y, por tanto, supongo que se muestra con menos dobleces y con cierta sinceridad (si es posible que tal cualidad adorne a un político). O sea, cuando le veo o escucho hablando en castellano —cuando habla para Madrid— es cuando inmediatamente relaciono lo que veo y escucho con los términos cinismo y cínico en su variante más jodiente, como decía antes. Voy a tratar de explicar el porqué.

Leyendo u oyendo a buena parte de los medios de comunicación en Madrid, no hay que ser un experto analista para decir que, en la capital, el president es uno de los más odiados y denostados personajes políticos de la actualidad, debido a sus últimas iniciativas políticas relacionadas con el complejo asunto de la eventual independencia de Cataluña. Y, por lo que he observado, la aversión que se siente en Madrid por este personaje se recrudece cada vez que se le escucha hablando sobre el asunto. Es obvio que esto ya lo sabe él, y sabe que lo de la independencia de Cataluña, aquí, en Madrid, jode mucho. Por eso, en sus declaraciones públicas dirigidas, principalmente, al Foro, se le ve siempre con una media sonrisa (o con un cuarto de sonrisa), con el gesto afable, empleando un tono suave y siendo comedido en sus palabras en una ambigüedad expresiva calculada. O sea, dulcifica el gesto y suaviza el discurso, tratando de transmitir cierta cordialidad a sabiendas de que el fondo de su mensaje molesta enormemente a buena parte del personal... y, claro, el personal coge unos rebotes de mil demonios.

Por todo esto decía antes que relacionaba al molt honorable president con lo del cinismo jodiente; la verdad, me parece que en esa disciplina es un verdadero experto. Por eso no me cae nada bien y por eso, si tuviera la oportunidad, le recomendaría al president que cuando hable para Madrid lo haga con más frescura; que se deshaga de la pose conciliadora y de la beatífica media sonrisa o cuarto de sonrisa, que la debería dejar para sus encuentros con el abad de Monserrat; que cuando hable para Madrid —de estas cosas que ha hablado últimamente— que lo haga con la firmeza, seriedad y sobriedad con que se debe hablar cuando se habla de cosas importantes (y la eventual secesión de Cataluña lo es de las que más, Mas), que se deje de florituras dialécticas y de actitudes versallescas. En suma, que llame al pan pan y al vino vino y que sea valiente y sincero... si tiene las cosas claras. Y si no las tiene que se calle y no la líe.

Para terminar, debo confesar una duda que me ha entrado mientras escribía sobre el cinismo jodiente de Artur Mas: ¿será que, simplemente, es un buen político? Si fuera así, para mí habría sinonimia entre «cínico» y «buen político»... ¿o no?