29 oct 2013

REBAÑABLES


Por aclarar la palabreja del título, debo decir que deriva del sustantivo rebaño, no del verbo rebañar. El adjetivo que me ha salido hace referencia a una, digamos, tendencia de muchas, muchísimas, personas a, en lo intelectual o ideológico, agruparse y comportarse como un rebaño; o sea, a dejarse conducir o a someterse como lo hacen las ovejas ante las indicaciones del pastor o de sus perros.  Es decir, creo que forma parte de la condición humana mostrar cierta propensión o buena disposición a seguir las consignas, pautas o instrucciones de aquellos a los que se considera líderes o tienen un papel relevante en lo social, político-ideológico, religioso, científico, artístico, etc. Por eso hay tantos «pastores»; les resulta relativamente fácil encontrar o formar su propio «rebaño».

El tradicional y más experimentado terreno en el que se han movido los «pastores» ha sido el espiritual o religioso. Tan es así que, en ese ámbito, los términos pastor y rebaño no se utilizan metafóricamente, sino que han tomado carta de naturaleza; incluso, al díscolo o al que no obedece al pastor lo denominan «oveja descarriada» con toda naturalidad. Y a los fieles o creyentes no les importa que, en conjunto, los consideren como un rebaño; lo tienen asumido y no les parece mal.

En otros órdenes de la vida el pastoreo no es tan fácil y el rebaño tan dócil, pero también se evidencia la rebañabilidad de las personas. En concreto, en lo que podríamos considerar el espacio de la política, hay una gran propensión de buena parte de los ciudadanos al seguidismo de las ideas que les inculcan los «pastores», que, principalmente, desde los púlpitos de los medios de comunicación tratan de impregnar a sus «fieles» del barniz ideológico necesario para influir en su posicionamiento y, así, condicionar y dirigir su comportamiento, con el propósito de que se asuman sus mensajes y se sigan sus consignas. Unas veces, para influir en el voto de la ciudadanía y, otras, simplemente para conseguir adhesiones a lo que propugnan los «pastores» en relación con los temas de debate social.

En realidad, esto no debería considerarse como malo o negativo per se, porque si lo que hicieran los «pastores» fuera informar o formar, es decir, hacer pedagogía sobre el asunto en cuestión, aportando razonamientos y argumentos que, aunque estuvieran condicionados por el inevitable subjetivismo de todos los que defienden o propugnan sus propios posicionamientos, no tuvieran otro objetivo que el de hacer llegar al ciudadano la opinión del «pastor» para tratar de conseguir adhesiones, sería legítimo e, incluso, positivo. Sería exponer un punto de vista de forma didáctica. Luego, los ciudadanos, a través del tamiz de las tendencias y preferencias de cada cual, será libre para hacer o no caso al «pastor».

Pero lo malo de algunos, no pocos, «pastores» es que cuando se dirigen a su potencial rebaño  utilizan el «todo vale» para elaborar sus mensajes y consignas con tal de conseguir la adhesión de los «rebañables». Si, para tal fin, la verdad resulta incómoda, se omite; si la mentira resulta útil, se miente; si la injustificada descalificación puede influir, se descalifica; si conviene el insulto, se insulta; si la exageración ayuda, se exagera, etc. Y así es como estos «pastores» elaboran sus «homilías» y discursos. Naturalmente, con esa falta de escrúpulos, el mensaje resulta categórico, contundente y, obviamente, convincente, sobre todo para los intelectualmente más dóciles, es decir, para los «rebañables».

Sin entrar en la cuestión, creo que una muestra evidente de lo que he dicho ha sido lo que hemos escuchado o leído en algunos medios de comunicación a consecuencia de la reciente sentencia del Tribunal de Estrasburgo sobre la doctrina Parot. Sin el mínimo rigor y con abyectos argumentos, se ha criticado y denostado al expresidente Rodríguez Zapatero (al que cualquier día le acusarán de matar a Manolete), a los órganos jurisdiccionales españoles que han intervenido en la excarcelación de la etarra beneficiada, al propio tribunal sentenciador e, incluso, al presidente Rajoy. La ocasión era propicia para dar caña y los «pastores» se han ensañado. ¡Qué ricos!

Pero lo malo es que los «rebañables» se han creído todo lo que estos indecentes «pastores» han dicho. ¡Pobres!

22 oct 2013

EL «APAÑO» YA NO SIRVE

De un tiempo a esta parte, están chirriando los engranajes del aparato que soporta la actividad político-social en España; a medida que pasa el tiempo suenan con más estruendo. Parece que sus piezas y materiales (aparato institucional y ordenamiento jurídico) están desgastados o deteriorados, y, por otra parte, el lubricante (la clase política) se muestra inservible, o sea, no desempeña su función con la eficacia deseable.
 
La Constitución, la monarquía, la corrupción política, el control sobre los partidos y sindicatos (en especial, sobre sus cuentas), la organización territorial del estado y la racionalización de las competencias en sus diferentes niveles (local, provincial, comunidad y estado), la justicia, y, lo más reciente, las iniciativas independentistas en Cataluña son algunos de los temas problemáticos que, en los últimos tiempos, han suscitado intensos y ásperos debates (que continúan) en nuestra sociedad; qué decir del modelo social (sanidad, educación dependencia, etc.) o de la regulación laboral. Las opiniones son muy variadas y dispares; es decir, hay para todos los gustos, por lo que no hay, en absoluto, consenso social sobre cómo remediar los problemas. Solo hay unanimidad en que «hay que hacer algo»; el Estado se encuentra en una situación de inestabilidad que requiere una reformulación de sus bases porque hay riesgo de desplome. Sobre esto sí parece que hay un consenso generalizado.
 
Y yo me sumo a ese consenso. Creo que, como dicen algunos, en España se requiere una «segunda transición». Salvando las abismales distancias existentes entre lo que pasó tras la muerte de Franco y lo que pasa ahora, hay dos aspectos comunes en ambas situaciones, a saber: 
  • Descontento social generalizado. Por el simple hecho de la existencia del régimen dictatorial, en el franquismo, y, en la situación actual, por lo ya apuntado en el segundo párrafo de este escrito.
  • Graves heridas sin cicatrizar en amplios sectores sociales, debido a actuaciones criminales precedentes. Por el aparato represor de la dictadura, en un caso, y por ETA, en el otro.
La historia de la transición de la segunda mitad de los setenta es muy amplia y densa (se ha escrito mogollón), pero si hubiera que resumir en una palabra lo que ocurrió o cómo se desarrolló yo emplearía PRAGMATISMO. Es decir, todos los agentes políticos, económicos y sociales que intervinieron o influyeron en remediar aquella situación se juramentaron para, dejando de lado u olvidándose de parte de sus particulares intereses, de las ganas de revancha, de rencores y demandas, establecer entre todos una especie de plan de mínimos que sirviera para que en España se estableciese un régimen democrático, al menos, como he dicho, de mínimos. Creo que se consiguió con bastante éxito, teniendo en cuenta que la situación no era nada fácil.
 
En términos coloquiales, se podría decir que en la transición (en la primera) hubo un pragmático «apaño»; resultó exitoso, pero fue un «apaño». Y como tal, hay que asumir que no se fundamentó en bases sólidas y duraderas, como es comprobable por lo que he dicho al principio. Y parece que ha llegado la hora de revisar el «apaño» y, una vez que en la generalidad de la ciudadanía está asentado el convencimiento de que para resolver los conflictos político-sociales no hay otra senda que la democrática y la del fortalecimiento del concepto «estado de derecho», es necesario reforzar (no digo derribar) lo hecho en los últimos 35 años; o sea, revisar, recomponer y reconstruir los pilares básicos del Estado, para lo que es necesario rehacer la Constitución.
 
Y para esto, de nuevo es necesario que en todos los agentes implicados se imponga el PRAGMATISMO. Por una parte, es necesario echar la vista atrás y tomar como referencia los comportamientos de quienes intervinieron e influyeron en la redacción de la Constitución de 1978; pero, por otra parte, la experiencia de su vigencia y el conocimiento de cómo ha resultado debe servir para que en esta «segunda transición» no haya «apaño». Quiere esto decir que se necesita una nueva Constitución no de compromiso, no para salir del paso. Se necesita una nueva Constitución para el siglo XXI, sin hipotecas del pasado, con la mirada puesta en el presente y en el futuro, teniendo muy en cuenta cómo ven las cosas los de la generación de Ada Colau o Albert Rivera, más que cómo las ven los de las de Felipe González o José María Aznar.
 
Y para que esto sea posible, lo mismo que en 1978, algunos deberán tragarse sus rencores, reprimir sus ansias de venganza y olvidarse de tendencias revanchistas. Suena duro, pero es necesario. Se requiere, además de pragmatismo, buenas dosis de generosidad; la resignación también puede ser útil. Hay que empezar de nuevo sin mirar al retrovisor de los agravios; como en 1978, pero con más perspectiva de futuro. 

Ya sé que no resultará fácil, pero se debería intentar; al menos, ahora no tenemos, creo, un estamento militar vigilante y constriñente que condicione a la sociedad, especialmente a los políticos.