30 jun 2014

RECUERDOS (VII). Mi «herejía»: la microinformática



En esta séptima entrega de mis RECUERDOS quiero comentar algo que, en el contexto de mi gestión en el Departamento Central de Extranjero (DCE) del nuevo BBV, dio origen a que se me criticara mezquinamente en determinadas áreas del banco.


Uno de mis mayores aciertos como director del DCE del BBV fue, sin ninguna duda, la creación de un grupo de microinformática, al que encomendé la tarea de desarrollar aplicaciones sobre PCs para la realización de las innumerables y variadas tareas que, sin tener un flujo operacional muy intenso, sí comportaban una muy importante carga de trabajo y, además, un elevado riesgo administrativo de error, lo cual era preocupante teniendo en cuenta la importancia económica de las operaciones que se tramitaban y que estaban cifradas, además de en pesetas, en 18 divisas.  Por otro lado, las tareas de las que hablo eran exclusivas del área operativa que dirigía. O sea, había muchos y diferentes procesos exclusivos y singulares en los que, en cada uno, se manejaban no demasiadas operaciones; por todo esto su tramitación no había sido atendida por la informática corporativa.

Cuando me hice cargo de la tarea directiva que comento (en 1988), para las más de 300 personas solo había unos 10 PCs (excluyendo el equipamiento del departamento de Comunicaciones), además de algunas pantallas conectadas con los procesos informáticos centralizados. Aquellos 10 PCs funcionaban aisladamente, es decir, no estaban en red. Un día, en mis iniciales movimientos exploratorios del terreno, vi a una persona trabajando en uno de estos PCs. Le pregunté qué hacía y me dijo que estaba desarrollando una aplicación para llevar el control de determinadas operaciones. ¡Una aplicación en un PC! ¿¡Qué era aquello!? Me llamó mucho la atención, así que indagué. Y me enteré de que, en un lenguaje informático que creo que se llamaba Acces (o algo parecido), sobre un PC tonto (o sea, sin ningún tipo de conexión), había una persona que era capaz de desarrollar aplicaciones informáticas. Y esta persona, joven, era muy agradable y, aparentemente, con muy buena actitud. Así que inmediatamente habilité un espacio junto a mi despacho, donde se instaló con su PC; en el organigrama lo situé dependiendo directamente de mí. Enseguida me di cuenta de que la microinformática de César Canfrán (así se llamaba el programador) podía resultar importantísima para racionalizar la tramitación de muchas de las tareas manuales que se realizaban en aquel berenjenal operativo. A las pocas semanas, otro conocedor de estas técnicas, Antonio Maestre, se instaló también junto a mi despacho dependiendo de César (se ampliaba el grupo); más o menos un año después se incorporó una tercera persona. Se había completado el Grupo de Microinformática del DCE, lo que algunos memos de otros departamentos de la central consideraron ¡una herejía!

Una pequeña digresión. Con los incompetentes siempre me he llevado fatal. En  cierta ocasión, un jefe que tuve me dijo «Los tontos son peligrosos»; y es verdad. En el mundo de la empresa, los incompetentes (lo prefiero a tontos) dan mucha guerra; son molestos, sobre todo si son de los que se mueven. Es mejor que no hagan nada. Y si están en puestos de cierta responsabilidad, porque pueden ser listos, por eso no les llamo tontos (mi valoración sobre estos adjetivos la dije en DE TONTOS Y LISTOS), es cuando presentan más peligro. Porque si tienen galones se ven en la necesidad de demostrar que los merecen, y como su hoja de servicios, por su incompetencia, no puede mostrar realizaciones propias, tienen que enredar para justificar su posición y sueldo. Y entonces es cuando se muestran peligrosos, porque lo único que saben hacer, además de adular a sus jefes, es intrigar, murmurar, criticar y cosas así; es decir, son maestros en el arte de tocar los huevos a los demás. Y lo malo es que los que tienen tal propósito suelen alcanzar sus objetivos. ¡Son más majos...! 

Durante mi época de director del DCE, este grupo de microinformática desarrolló un buen número de pequeñas aplicaciones sobre PC; no sé si llegaron al centenar pero por ahí andarían. De lo que se trataba era de sistematizar los trabajos, facilitando y simplificando el desarrollo de la tarea, con lo que se reducía el riesgo de error, y, una cosa muy importante, se posibilitaba el control a los respectivos jefes al suministrarles información de las operaciones tramitadas.

Sobre todo al principio, yo hacía los análisis previos de las tareas a informatizar, escribía las especificaciones básicas de cómo debía funcionar externamente la aplicación y diseñaba las entradas (captura de datos), las salidas (listados y otras informaciones) y los mecanismos de control. Es decir, yo hacía los planos funcionales y César y su grupo desarrollaba, extraordinariamente bien, las tripas de las aplicaciones. Lo que se hizo en este grupo fue determinante para conseguir la racionalización administrativo-operativa del DCE.

En un principio eran aplicaciones que funcionaban aisladas; es decir, daban un apoyo informático a la diversidad operativa del DCE pero no enlazaban (por imposibilidad técnica) con los sistemas corporativos del banco, por lo que sus «salidas» contables requerían de un proceso posterior para incorporarlas a los sistemas corporativos. Hasta que un día (sería en 1991 o 1992) se me presentó un técnico del departamento que se ocupaba del equipamiento tecnológico y me dijo aquello de «Julio, os vamos a instalar una ‘red’ en el edificio y, después, la vamos a conectar con el resto del banco». Sin tener un conocimiento claro del alcance de lo que me dijo, enseguida me di cuenta de que aquello era el comienzo de una nueva era operativa. Al poco tiempo, me instalaron un PC en mi despacho y me dijeron que iba a disponer de «correo electrónico» (en aquellos tiempos, denominación desconocida para mí); cuando dispuse de esta herramienta y la utilicé me pareció (como me sigue pareciendo) maravillosa. La tecnología se estaba desarrollando en el banco a gran velocidad y los avances eran espectaculares. Por eso me preocupé de que, a los pocos meses, casi todos los empleados del DCE tuvieran un PC sobre su mesa y las aplicaciones sobre PC que desarrollaba el grupo de César conectasen con los sistemas generales, por lo que sus «salidas» (contables, principalmente) se integraban automáticamente en los procesos corporativos troncales. Es decir, los dos entornos informáticos, por un lado las aplicaciones aisladas sobre PC y, por otro, los procesos informáticos corporativos, ya se comunicaban. Se cerraba el círculo.

Indudablemente, uno de mis mayores aciertos en mi función directiva al frente del DCE fue, precisamente, haber constituido e impulsado con todas mis fuerzas el grupo de Microinformática. Paradójicamente, supe que ello causó serias reticencias y desconfianzas en algunos sectores del banco, principalmente en el Departamento Central de Organización y en el Área de Informática. Además de verlo, como ya he dicho, como una herejía, lo consideraban una intolerable injerencia en sus respectivas funciones: el diseño funcional de los métodos operativos, en el caso del primero, y la exclusividad de las realizaciones informáticas, en el de la otra. Así que durante mucho tiempo tuve que soportar un permanente zumbido en mis oídos producido por lo que algunos incompetentes de los departamentos citados decían, en sus ámbitos, sobre mí; me ponían a parir, pero me importaba muy poco porque yo lo tenía muy claro: para la realización de tareas singulares y aisladas de no excesivo volumen operativo, la herramienta más eficaz era la microinformática, al menos en los tiempos de los que hablo. Y no me podía dedicar a discutir y tratar de convencer a los memos incompetentes ni a sus jefes. Así que, sin hacer ni puto caso a lo que se decía, sin darles la mínima oportunidad de venir a enredar, y a toda pastilla, yo continué haciendo el trabajo que me correspondía y, en ese contexto, apoyando con todo lo que podía, ascensos incluidos, a César Canfrán y al resto de miembros del Grupo de Microinformática del DCE del BBV.  El tiempo me dio, de forma clara y rotunda, la razón. 

En la próxima entrega hablaré de cómo afronte la construcción del nuevo DCE del BBV.

27 jun 2014

RECUERDOS (VI). Traslado a Madrid. La fusión BB-BV.


En esta sexta entrega sigo hablando del banco.  Me traslado a vivir a Madrid. Primero, Induban, luego, de nuevo el BV y, después, el DCE del BBV fusionado 
 

Como apuntaba en mi anterior entrega, realmente me especialicé en «Internacional»; o al menos así lo consideraron otros, porque en 1982 me propusieron trasladarme a Madrid a montar el Departamento de Extranjero en Induban, banco industrial del Grupo BV. Me ascendieron a Jefe de 2ª y me fui a vivir al Foro; llevaba poco tiempo casado, tenía un hijo muy pequeño, y no me lo pensé demasiado. Al incorporarme en Induban, dependí del director del área de operaciones, Jesús Martínez, también de Bilbao, con el que me llevé muy bien, seguramente porque me dio total libertad de movimientos. En unos meses, con la importante ayuda de mi amigo Antonio Rodríguez Castro, al que «rescaté» de una absurda situación complicada que profesionalmente le afectaba negativamente, montamos aquel minidepartamento (Induban no tenía muchas operaciones de extranjero) y en poco tiempo la cosa se me quedo pequeña. 

No sé si se enteraron de esto, pero el caso es que al cabo de un año, más o menos, me propusieron volver de nuevo al Banco de Vizcaya a gestionar una parte importante del área operativo-administrativa del Departamento Central de Extranjero (DCE), en el que ya había trabajado como técnico de organización (de lo que hablé en la entrega anterior), a cuya dirección había accedido poco tiempo antes José Antonio Fernández Rivero, del que, también guardo un gratísimo recuerdo. Tampoco me lo pensé; volver a la empresa matriz siempre es un paso adelante. Allí había habido una degradación operativa y me encontré con una grave situación administrativa en el departamento de Reconciliaciones de las cuentas en divisa en bancos extranjeros.

Para resolverla utilice métodos poco ortodoxos (distribuyendo tareas entre todos los jefes del DCE, aunque no estuvieran relacionados con el problema) y puse en marcha una segregación operativa (separando la gestión de «lo malo» o atrasado de la actividad normal) que resultó muy eficaz; en todo, conté con el valiosísimo apoyo de mi jefe ya citado. El problema, aunque costó, se resolvió, y se pusieron bases firmes para que no se reprodujese.

Supongo que algo tendría que ver esto, pero el caso es que por el año 1985 me nombraron Director Adjunto. Para mí, este ascenso fue el más importante de mi trayectoria profesional. De jefe a director hay un gran salto. Siempre se lo agradeceré al ya citado José Antonio Fernández Rivero, asturiano serio y sobrio, quien, con toda naturalidad, sin afectación, sin haberme «vendido» la posibilidad, un día, como si tal cosa, me comunicó el ascenso gestionado por él y aceptado por el entonces director general Gonzalo Terreros, al que también se lo agradecí. Fue todo una sorpresa y, por supuesto, una gran alegría.


Toca digresión. Abandonar el lugar en que uno vive, por razones profesionales o laborables, tiene su miga. En mi caso, no demasiado, al fin y al cabo Madrid y Bilbao son ciudades relativamente cercanas, ¿¡qué son 400 km para uno de Bilbao!? Pero no hay que quitarle importancia, como en estos tiempos lo hacen algunos políticos cuando animan a los jóvenes que no encuentran trabajo en España a explorar otros predios laborales, o sea, a lo que la ministra del ramo denominó “movilidad laboral”, ¡qué rica! Hace mucho tiempo leí una frase atribuida al poeta argentino Jorge Luis Borges que me llamó mucho la atención, además de por su raquítica lírica, por su contundente expresividad: “El que emigra no es feliz”. Me hizo pensar entonces y muchas veces me ha venido a la memoria durante el tiempo que llevo viviendo en Madrid (más de 30 años). Creo que la frase es acertada. Y no lo digo porque sea mi caso. Durante este tiempo nunca me he considerado un emigrante ni nada parecido, por muchas razones, entre ellas y, posiblemente, la más importante, porque Madrid es una ciudad acogedora; también porque no es lo mismo emigrar a la aventura que, como en mi caso, cambiar de ciudad con la seguridad de poder ganarte bien la vida. Pero, para lo que quiero dar a entender, considero equivalente al término “emigrante” con “desarraigo”. Es decir, me refiero al hecho de que una persona abandone o, simplemente, se aleje de todo lo que supone su entorno vital identitario (la familia, los amigos, los recuerdos, los paisajes, los aromas, los sonidos, etc.). Y para el desarraigo no hace falta mucha distancia; 100 km pueden ser suficientes. Pues eso, el desarraigo, es el riesgo que corremos los que, como yo, un día cogimos la familia y las maletas y nos fuimos a otro lugar. Y a mí me parece que desarraigarse no es bueno. Parafraseando a Borges, diría que “El que se desarraiga puede ser infeliz”. Por eso, ahora que puedo, visito Bilbao con frecuencia, y espero que pueda seguir haciéndolo durante mucho tiempo; también espero que cuando «estire la pata» esté por aquí, por Bilbao (como en este preciso momento en que estoy escribiendo).

Había dejado el relato en mi nombramiento como director adjunto. Después, creo que a finales de 1987 o principios de 1988, me destinaron a gestionar la promoción de negocio de extranjero en el área de Banca Comercial, que dirigía el director general Francisco Luzón. Aquello era un poco aburrido; pero tuve suerte, porque el 1 de octubre de 1988, fecha en que comenzó oficialmente su andadura el Banco Bilbao Vizcaya-BBV (fusión de BB y BV), me hice cargo del departamento de Operaciones Internacionales del nuevo banco, del que me nombraron director. En este cambio creo que tuvo algo de «culpa» mi amigo Dieter Werth, con el que había tenido una intensa y muy cordial relación cuando coincidimos en el DCE del BV, pues fue él el que unos días antes me había dicho aquello de «...que te parece hacerte cargo de...». Primero me ocupé de la parte del BB, a la que denominaban con el acrónimo SERVEX, que ocupaba totalmente un edificio de 6 plantas de la Plaza Vázquez de Mella con una plantilla de 220 personas. A los dos o tres meses, por aquello de aprovechar espacios o liberar inmuebles, tuve que «colocar» en el edificio de Vázquez de Mella a las 84 personas que componían la plantilla que hacía, más o menos, lo mismo en BV (en el edificio de Castellana 110). Contándome, nos juntamos 305 personas.

Fue un reto que asumí con mucha ilusión y ganas. Mi época como director de lo que, más adelante, bauticé como Departamento Central de Extranjero (DCE), como se denominaba en el BV, que transcurrió entre la citada fecha de 1988 y una que no recuerdo del año 1996, es decir durante unos ocho años, fue, sin duda, la más intensa y exitosa de mi trayectoria profesional. Lo digo con orgullo y con el convencimiento de que nadie, ningún otro profesional del banco de aquella época, ni, me atrevo a decir, de ningún otro banco, hubiera sido capaz de hacer lo que hice. Sí, sí, ninguno; lo digo con pleno convencimiento y rotundidad... y no porque sea de Bilbao.  Fue una espectacular y, repito, exitosa experiencia profesional, en cuyo relato utilizaré, como acabo de hacer, el singular de la primera persona, porque a estas alturas de la vida no tengo necesidad de mostrar falsa modestia.

Aquello fue la guerra, y no exagero, porque en aquella época, tras la reciente fusión, en el BBV se vivía un clima casi bélico entre los del BB y los del BV. Cada uno por su lado y apoyados en los «suyos», habían afilado las navajas y las blandían siempre que había ocasión. Yo estaba a lo mío, que no era poco, y, afortunadamente, estaba casi aislado en Vázquez de Mella, pero percibía la bronca. El fragor de la batalla llegaba hasta mí porque se reproducía y se transmitía, de alguna forma, por toda la organización y a todos los niveles. En los más altos, en los de la central del nuevo banco, las navajas eran de grandes dimensiones y las heridas que causaban eran profundas; en otras áreas y niveles también afloraba la bronca aunque fuera utilizando cortauñas. Fue una época de tensiones, lealtades y deslealtades, que, afortunadamente y aunque quede muy mal decirlo, se solucionó con la sorpresiva muerte de Pedro Toledo (expresidente del BV y copresidente del nuevo BBV).

Pero, aparte de la guerra corporativa (por decirlo de alguna manera), yo me vi inmerso, de la noche a la mañana, en un campo de batalla operativo. En Vázquez de Mella entraban del orden de 25.000 papeles diariamente, una buena parte escritos en otros idiomas; estaban apelotonadas (por la urgente «colocación» de los de BV) más de 300 personas; coexistían, para todo, dos procedimientos operativos (el del BB y el del BV), ambos muy diferentes entre sí; convivían dos culturas bancarias, que, además, estaban en cierto modo enfrentadas por su prevalencia; las magnitudes económicas de las operaciones que se tramitaban eran impresionantes, con el consiguiente «riesgo económico operativo» que ello comportaba... y todo ello con un soporte informático bastante endeble y con unos medios técnicos muy rudimentarios, ya que buena parte de la tarea se hacía «manualmente», y los ordenadores personales de mesa casi ni existían (los pocos que había no estaban en red). Y, para colmo, al poco de estar allí me llega el soplo de que el edificio presentaba alguna deficiencia estructural que, sin que supusiera un gran riesgo, introducía dudas sobre su consistencia y seguridad. Yo tenía mi despacho en la primera planta; es decir, tenía cinco plantas por encima. Bien por razones físicas estructurales o bien por razones operativas (sobre todo por estas), aquello corría el riesgo de desplome... y si eso sucedía, ¡me aplastaba!

Pero no, nada se derrumbó; al contrario, operativamente, construí un entramado sólido, fiable, controlado y, en términos económicos, rentabilísimo; por otra parte, adopté cuantas medidas estaban en mi mano para eliminar el riesgo estructural físico, para lo que tuve que desarrollar una intensa acción para eliminar peso de las diversas plantas del edificio y racionalizar la situación física de la plantilla y del mobiliario. En un relativamente corto periodo de tiempo aquel DCE experimentó un radical y positivo cambio; fue como pasar de la noche al día.

En la próxima entrega hablaré sobre lo que algunos memos consideraron como una herejía procedimental, cuando fue una de las medidas que mejor contribuyeron a que la construcción del nuevo DCE resultara un rotundo éxito.

24 jun 2014

RECUERDOS (V). El departamento de Organización

Quinta entrega. Mi incorporación al departamento de Organización del banco representó un cambio importantísimo en mi vida.


Meses después (no puedo precisar) de licenciarme y, por tanto, de volver a la rutina laboral, el banco me seleccionó, junto a otros, para someterme a unas pruebas y exámenes que realizó una empresa externa (creo que se denominaba TEA); estuve toda una mañana haciendo pruebas, tests y entrevistas. Supongo que como resultado de ello, al poco tiempo, con 24 años, fui destinado al Departamento de Organización de la Subcentral de Bilbao, que se había creado poco tiempo antes. Fue un cambio interesantísimo y que determinó mi futuro: abandonaba la rutina del departamento de Caja (que me tenía harto) y se me abría un amplio horizonte propicio para mi desarrollo profesional. Al poco tiempo, mediante oposición, me ascendieron a Jefe de 6ª. Ya estaba en la escala de jefes y, además, en uno de los departamentos más importantes del Banco de Vizcaya.

Mi trayectoria en el banco había tomado un buen rumbo, aunque en los inicios de esta nueva andadura tuve un contratiempo que estuvo a punto de dar al traste con mis expectativas; por eso lo cuento. A las pocas semanas de incorporarme a aquel departamento de Organización, estando trabajando en una de las primeras tareas que me encomendaron, una mañana, un ordenanza vino a decirme que alguien había preguntado por mí y me esperaba en el patio de operaciones; salí con él y fui a la planta baja (la del público) donde vi a un señor acompañado de una chica joven. «Esos son», me dijo el ordenanza. Cuando me acerqué, vi que la chica le decía algo al señor y que este, desencajado, blandiendo el paraguas que llevaba en su mano, comenzó a gritarme profiriendo insultos y amenazas. Y yo sorprendido, desconcertado y sin entender nada. Después se aclaró. Resulta que el día anterior, con mi amigo Sergio habíamos protagonizado un leve incidente con dos chicas en una elegante cafetería del Ensanche, a raíz del cual el barman (que luego resultó ser el hijo del dueño, y que este fue el que me increpó en el banco), el barman, decía, un cabezón, fuertote y mal encarado, tras el leve incidente con las chicas, salió hecho una furia de la barra y me tomó por la pechera en evidente actitud agresiva y amenazante, y en absoluto justificada. Mi reacción fue fulminante: le asesté un directo de izquierda en el mentón que lo dejó fuera de combate, tras lo que, lógicamente, Sergio y yo abandonamos el lugar de los hechos. Se conoce que alguien que contempló el lío me reconoció como empleado del BV, si bien parece que no sabían mi nombre. Así que el padre del noqueado barman y una camarera fueron a la mañana siguiente al banco, dieron mi descripción al primer ordenanza con que toparon, que, casualmente, era una persona con la que yo tenía mucho trato, así que cayó en la cuenta de que podría ser yo al que buscaban (naturalmente no le habían dicho la causa). El caso fue que aquel hombre del paraguas, hecho un basilisco, me montó un buen pollo delante de todos los que por allí había. Y yo, que estaba recién incorporado al departamento que me ofrecía un esperanzador futuro, me temía lo peor: me podía costar el puesto. Menos mal que intervino providencialmente un veterano del banco que nos conocía, tanto al señor cabreado como a mí. Consiguió calmar al señor y, después concertó, para unos días más tarde y ya en terreno neutral, una entrevista, en la que el cabreado me exigió una importante cantidad de dinero a cambio de olvidarse del asunto. Naturalmente no accedí a su pretensión, así que nos denunció, por lo que semanas más tarde Sergio y yo tuvimos que comparecer como imputados en un juicio de faltas en el que el juez dictaminó «tablas» y costas a medias entre las partes. Meses más tarde, una amiga que trabajaba en el banco me dijo que, sobre el pollo que me montó el cabreado, lo que se había comentado en el banco es que yo había dejado embarazada a una chica y que, con su padre, vino al banco para exigirme responsabilidades. Aunque pasé una temporada muy preocupado, al final, el follón no tuvo para mí ninguna repercusión profesional en el banco... ¡menos mal!

Tras, más o menos, un año en aquél departamento de Organización de la Subcentral de Bilbao del BV, del que tengo un grato recuerdo de su jefe, Gabriel Astiz, y tras algunos trabajos de no demasiada enjundia en las sucursales de Bizkaia, me trasladaron al Departamento Central de Organización (que era, aún, más importante), donde pronto tuve los ascensos a Jefe de 5ª (por oposición) y a Apoderado-Jefe de 4ª (ya por designación del jefe del departamento). Tendría entonces unos 27-28 años. Tras este ascenso, ya me consideraba «jefazo». Y, en cierto modo, así era, porque era un nivel de jefatura por el que uno adquiría la condición de «senior» en la actividad específica (organizar) del departamento, si bien, tal calificación no se empleaba entonces, al menos con esa denominación. Entonces se decía «Jefe de grupo», en las expediciones que los miembros del D.C. de Organización hacíamos a los demás departamentos y, sobre todo, a las sucursales principales del banco en toda España. El trabajo consistía, básicamente en analizar sobre el terreno la operatoria y, después, implementar los procedimientos adecuados para hacer las tareas mejor o adaptarlas a la evolución tecnológica, tras lo que adecuábamos cualitativa y cuantitativamente la plantilla. Era un trabajo bonito, entretenido y creativo. Además, cuando salíamos a otras plazas viajábamos con buenas dietas y nos alojábamos en hoteles de cuatro estrellas, lo que era todo un privilegio y un lujo al alcance de pocos. Nuestro trabajo estaba fuera, y en el departamento, en Bilbao, nos limitábamos a hacer los informes de las visitas realizadas. Así que entre viaje y viaje no teníamos casi nada que hacer. Por eso, cuando estábamos en Bilbao nos aburríamos, hasta tal punto que, recuerdo, algunos nos entreteníamos jugando a una versión del «seven-eleven» (que se juega con dos dados) que inventé utilizando, en lugar de dados, el listín telefónico. No voy a entretenerme en explicar cómo lo hacíamos, pero si diré que nos jugábamos pasta (poquito) procurando que no se enteraran los jefes. Se conoce que en el departamento de Organización no estábamos muy organizados; ya se sabe, en casa del herrero...

Realmente, me sentía feliz con mi trabajo. Principalmente, porque, desde que empecé a ejercer como «organizador», siempre pensé que era una función que se adaptaba perfectamente a mis aptitudes o capacidades intelectuales; o sea, creo firmemente que organizar ha sido (y sigue siendo) lo mío. Y ya que estoy hablando de esto, me voy a permitir una digresión; esta vez técnica para hacer pedagogía organizativa (si es que se puede denominar así).
Para organizar, además del conocimiento, que, aunque pueda resultar extraño, no es fundamental porque siempre se puede adquirir, sobre todo en un banco donde no hay nada difícil (siempre he creído que el empleo de bancario es de los más fáciles), el organizador debe disponer de determinados talentos que resumo en lo siguiente:
·                Lo primero, la capacidad de observación y análisis. Lo que le permitirá entender el proceso operativo y, sobre todo, jerarquizar, según su importancia, sus diferentes fases y, sobre todo, las consecuencias o efectos en terceros o en otros procesos.
·                Después, la creatividad para plantear soluciones a los problemas o disfunciones detectadas en el análisis. El organizador debe ser capaz de «inventar» soluciones ante cualquier problema.
·                Importantísima es la capacidad para visualizar imaginativamente el efecto de las soluciones previstas. Es decir, el organizador debe ser capaz de aproximarse virtualmente a sus efectos y, por tanto, prever y calibrar con cierta precisión su eventual viabilidad. Los cambios siempre entrañan riesgos, por eso hay que tratar de asegurarse, antes de su aplicación, de que no causarán problemas imprevistos.
·                Por último, como casi siempre hay resistencia al cambio, el organizador debe tener la habilidad de poner al personal organizado de su parte, es decir, a favor del cambio. Para esto, el cambio debe presentarse como atractivo y, si es posible, que parezca que proviene de las sugerencias y palabras del propio organizado; o sea, hay que poner en boca de este el pensamiento o la idea del organizador, así el organizado digerirá mejor el cambio y colaborará en que se lleve adelante.
Es muy posible que quien haya leído lo anterior piense que lo expuesto está algo anticuado. Si cree que las cosas ya no son así, debo admitir que puede que tenga razón. Lo que he dicho valió para una época pasada y para unas realidades operativas que, seguro, ya no estén vigentes. Los avances tecnológicos han producido cambios radicales en la forma de hacer las cosas, sobre todo en los espacios operativo-administrativos. De lo que he hablado es de cómo creo que se debía desarrollar la acción organizativa en áreas de trabajo en las que los procesos operativo-administrativos a cargo de las personas tenían mucho peso; hoy, la informática ha simplificado drásticamente el trabajo y se han reducido al mínimo estas tareas. Ahora los procesos se realizan en las tripas de los ordenadores y la acción organizativa es función casi exclusiva de los analistas y programadores informáticos. No obstante y salvando las distancias, no está de más que estos, los informáticos, al realizar, actualmente, su función organizativa de cambio, tengan en cuenta los cuatro puntos que he señalado como las capacidades o habilidades del buen organizador; desafortunadamente, con cierta frecuencia se evidencia que no es así..

 Volviendo a mi época de técnico en el Departamento Central de Organización del BV, mi actividad, primero como «junior» y después como «jefe de grupo», se desarrolló en subcentrales y en las sucursales principales de las capitales de provincia. Así, me moví por Madrid, Barcelona, Valencia, Sevilla, Alicante, Málaga, Tarragona, Zaragoza, Palma de Mallorca, Las Palmas de GC... y algunas otras plazas importantes. Entonces la tarea organizativa que realizábamos no resultaba muy exigente; de hecho, solo trabajábamos por la mañana y, todo hay que decirlo, no era una pesada tarea. Allí donde íbamos nos trataban muy bien y se nos respetaba mucho. Como ya he dicho, nos alojábamos en buenos hoteles y cobrábamos buenas dietas, lo que nos permitía comer en buenos restaurantes y alternar en los sitios guays de cada ciudad. Tuve ocasión de conocer gente interesante en el banco y en los ratos de ocio; debo confesar que estos, los ratos de ocio, en realidad eran los interesantes en nuestras salidas. Hay que tener en cuenta que éramos jóvenes, guapos (modestia aparte) y manejábamos pasta, así que lo del banco era, en cierto modo, lo secundario (nunca me hubiera atrevido a decir esto cuando estaba en activo). Lo prioritario era el ligoteo con las lugareñas, que era objetivo inexcusable que alcanzábamos con cierta frecuencia (los bilbaínos teníamos buen cartel fuera de Bilbao). En suma, tanto en lo profesional como en lo personal, aquel trabajo era de lo más entretenido y gratificante; como ya he dicho, me sentía en la gloria.

Entre los trabajos en que participé, merece que diga algo sobre el «desembarco» que un grupo de cinco técnicos del D.C. de Organización hicimos, a finales de los setenta, en el Departamento Central de Extranjero (DCE), que estaba ubicado en Madrid.  La actividad internacional de los clientes del banco había crecido mucho en los últimos años y, en consecuencia, el volumen operativo del citado departamento se había disparado, lo cual no había tenido correlación con una organización adecuada y proporcionada. Por otro lado, hay que decir que el área de extranjero o de las operaciones internacionales en el banco siempre se había considerado como territorio inexplorable y poco accesible a otros departamentos de la central. Esto era debido, sobre todo, a que, por la especificidad y complejidad de la operativa que en él se desarrollaba, solo lo conocían o dominaban los que en él trabajaban o lo dirigían; es decir, en la central había una especie de miedo o reparo secular a intervenir o ingerirse en el área de extranjero; se consideraba coto vedado.

Por eso, supongo, primero el banco contrató una consultora extranjera, Booz Allen Halmilton, para hacer un previo dictamen de la situación y de las medidas que requería el DCE, tras lo cual fuimos a poner en práctica lo dictaminado y, de paso, a adoptar nuestras propias medidas (que fue lo que más hicimos). Tras una primera fase (unos 4 o 5 meses) de todo el grupo y tras, al parecer (no estoy seguro), algún enfrentamiento o falta de sintonía entre nuestro jefe (el inefable Conrado) y los responsables del DCE, hubo una retirada de nuestro equipo, si bien, como a mí me atraía aquel tajo, creo que maniobré (no me acuerdo bien) para tratar de mantenerme en él; el caso es que tuve suerte y, tras el paréntesis del que hablo a continuación, me encargaron que continuara la tarea organizativa en el DCE. 

Ya digo que no me acuerdo bien, sobre todo cuando trato de establecer la cronología o secuencia de los hechos, pero creo recordar que en mi reenganche en el DCE tuvo algo que ver que, antes de ello, me encargaron, junto a Gabi Terroba, la organización del Departamento de Extranjero de la Subcentral de Madrid. Este departamento era bastante grande, calculo que tendría unas 40 personas, y presentaba una especie de caos operativo-administrativo debido al gran número de expedientes, rebosantes de papeles, que se manejaban de forma manual, sin ningún tipo de apoyo informático. En las mesas de trabajo de los empleados solo se veían las torres de carpetas-expedientes de las operaciones tratadas, y esta visión determino lo que cuento a continuación. 

Un día, aprovechando mi estancia en Madrid, fui a la sede de la Mutua Madrileña del Automovilista, donde tenía asegurado mi coche, a dar un parte de algún pequeño golpe que había tenido. Cuando me llegó el turno, el empleado que me atendió me pidió la información necesaria para tramitar el expediente, que capturó rutinariamente en su ordenador, tras lo cual tomó una carpeta amarilla (¡similar a las que tenían apiladas en el departamento de extranjero que yo trataba de organizar en la Subcentral de Madrid!), dio al print y obtuvo una etiqueta autoadhesiva con toda la información capturada, que pegó en el exterior de la carpeta amarilla. «¡Cáspita! (seguramente sería otra expresión), me dije. ¡Esto podría valer para extranjero! ¡Extranjero se podría mecanizar también!» Y así fue; en cuanto volví al banco empecé a hacer gestiones en esa dirección. Creo que, en primera instancia, planteamos la posibilidad al Departamento de Informática del banco, en el que no encontramos receptividad; así que recurrimos a otros «suministradores» de informática. Como conocíamos al comercial que visitaba el banco (Barragán se apellidaba), le plantemos el asunto a la empresa Gispert (vendían equipos informáticos de tipo medio-pequeño de la marca Philips). Lo acogieron con entusiasmo y a los pocos días estaban manos a la obra; aportaron un técnico analista (creo que se llamaba Gonzalo Ávila y recuerdo que era muy buen profesional) al que, entre Gabi y yo, le dimos las especificaciones de lo que debían hacer. A los pocos meses se había mecanizado el Departamento de Extranjero de la Subcentral de Madrid y su fisonomía había cambiado radicalmente; ya no había caos administrativo ni montañas de carpetas amarillas llenas de papeles en las mesas. Toda la información de los expedientes de las operaciones de importación y exportación estaban en las tripas de aquellos equipos Philips 430. Después, esta mecanización se extendió a las plazas que tenían un volumen operativo importante (Bilbao, Barcelona, Valencia y no sé si Málaga). Se había conseguido lo que nadie veía posible en el banco: mecanizar extranjero. Me sentí orgulloso.

Retomo mi presencia en el DCE, que creo que fue a continuación de lo que acabo de contar. Como «senior» y con la ayuda de otro técnico de organización, Andoni Rementería, desarrollé una extensa y fructífera actividad en el DCE del BV, innovando procedimientos y poniendo en marcha novedosos sistemas que afectaron, además de al propio DCE, a toda la red de oficinas. Entre estos, me acuerdo de la famosa «Anticipada», sistema para conectar operativamente las sucursales con el DCE, en cuya concepción y diseño participé muy decisivamente, y que, con gran eficacia, desarrolló Jesús Martín Fernández de Líger, el gran «Chucho», al frente de un grupo de Informática. Este tiempo trabajando como organizador en el DCE duró, no estoy seguro, entre uno y dos años, y, para mí, fue una importantísima experiencia y, por otra parte, el inicio de una larga etapa profesional vinculado o, más bien, integrado en el área de las Operaciones Internacionales del banco.

Hablando del sistema de «Anticipada» debo decir que, como afectaba mucho a la forma de tramitar las compras y ventas de divisa que ordenaban al DCE las sucursales del banco, y para que estas entendiesen y asumieran la nueva operatoria, elaboré un muy completo y didáctico «libro de instrucciones» en el que se detallaba, con ejemplos, con mucho detalle y con un esquema de cuestionarios, cómo había que hacer las cosas. Para su elaboración me basé en otro que años atrás había elaborado José Ramón Muinelo para explicar a la red de oficinas el nuevo sistema de Cartera. Precisamente, el libro de Muinelo me sirvió a mí, en uno de mis primeros trabajos en Organización, para entender el nuevo sistema de Cartera y luego poder colaborar en su implantación en las oficinas. Como aquel primer libro (el de Muinelo) me pareció muy útil (realmente me pareció el mejor instrumento didáctico que se había hecho en el banco), copié el modelo para lo de la «Anticipada» de extranjero. Nunca tuve oportunidad de agradecerle a Muinelo su trabajo inspirador, así que lo hago ahora desde aquí; nunca es tarde...

Por recordar nombres con los que compartí trabajos de organización y salidas a otras plazas, citaré además de al director del departamento, Joseba Arruza, a los tres jefes principales, que eran el ya citado Conrado y los ya fallecidos Aróstegui y Maíz. En la «tropa» estaban los «seniors» Manu Calvo, Ángel Lazpita y Goyo España (estos dos también han fallecido), que eran los más veteranos; luego llegamos Javi Urcelay, Carlos Lorenzo, Gabriel (Gabi) Terroba y yo, que, tomando buena nota de las técnicas de los jefes principales y de los “seniors”, fuimos adquiriendo la veteranía suficiente para acceder a este nivel. Todos los que he citado son de la primera época de mi estancia en el D.C. de Organización; después hubo cambios en la dirección (primero José Luis Elejalde y luego Alfredo Sáez) y también nuevas incorporaciones, entre ellas Romaña, Yartu, Inchaurbe, Melchor, Soto y posiblemente alguno más que no recuerdo.  Ahora que lo pienso, resulta que de los 10 primeros que he citado ya ha habido 4 bajas. Es verdad que ya somos mayores, pero un 40 por ciento me parece mucho. En fin… ¡c’est la vie!

Volviendo a la tarea en el D.C. de Organización del BV o, mejor dicho, a nuestros lúdicos viajes por España, voy a hacer un somero repaso a los que recuerdo como más moviditos; una veces fui como junior y otras como jefe de grupo. Uno de los más divertidos fue a Las Palmas de Gran Canaria (fuimos cuatro), en el que los del banco nos dejaron un cochazo para movernos por la isla y al segundo día ya lo llevábamos lleno de tías. Uno a Sevilla y algunas sucursales de la provincia de Cádiz, que nos coincidió con la Feria de la Manzanilla, de Sanlúcar de Barrameda, en la que nos tocó bailar (o algo parecido) unas cuantas sevillanas, además de otras cosas. Barcelona, que duró bastante, por lo que alquilé un apartamento en el barrio de Gracia, que ya visitó una circunstancial novieta que me ayudó a conocer La Condal. En Valencia tuvimos buenos amigos y amigas (del banco); entre los amigos recuerdo a Julio Martínez, que tenía mucha gracia (pasó una temporada en Bilbao en «formación»), y, también, a los restantes miembros del Departamento de Organización que había allí: Adolfo Martín, Vicente Ordóñez y García Vilches; con Manolo Jordá, que era el subdirector jefe de todos los que he citado, visité los talleres de las fallas.

Pero donde realmente hubo más movida al margen del banco fue en Madrid. Las primeras veces que fui me alojé, junto a los que me acompañaban, en el Hotel Alcalá, que nos venía muy bien para hacer footing por las tardes en El Retiro. Luego exploramos apartamentos (resultaban más funcionales); estuvimos en los Muralto (en la calle Tutor), en unos que había en General Pardiñas, en verano estuvimos en los de Chamartín (tenían una estupenda piscina), y al final descubrimos los Golden, en la calle Lagasca, en pleno barrio de Salamanca. En estos pasamos mucho tiempo; los alquilábamos por meses, aunque cada uno o dos fines de semana íbamos a Bilbao. Durante algún tiempo coincidimos en estos apartamentos con un grupo de informáticos del banco, también de Bilbao; así que estábamos un montón de bilbaínos. Además de algunas timbas por las tardes al giley (les enseñé a jugar) en alguno de los apartamentos, estos (los apartamentos) fueron testigos de más de una aventura de faldas (no es necesario dar detalles). Teníamos bastantes amigas en Madrid.

Y es que Madrid era una delicia; había ambiente por todos los sitios. Me llamaba mucho la atención el bullicio y gentío de la Gran Vía; contrastaba con la tranquilidad de Bilbao. Antonio Urtiaga pasó un fin de semana largo conmigo; desde entonces, utilizamos mucho la frase «¡Cómo mola El Foro!». También Sergio estuvo por allí. En fin, era la «Época alegre» en la que alternaba mis andanzas por la capital con lo que ya he contado de Bilbao. En las dos plazas me sentía muy a gusto.

En aquellos años, no recuerdo con precisión cuándo fue aunque supongo que sería en la segunda mitad de los setenta, los que estábamos desplazados en Madrid, tanto de Organización como de Informática, vivimos un episodio del que no tengo un recuerdo muy agradable. No sé si por una cuestión sectorial o general, el caso es que se produjeron huelgas en el banco, que, entre otros servicios, paralizaron el Centro Electrónico de Madrid, que entonces se encontraba en la calle Vizcaya. Para paliar los efectos, el banco tomó la decisión de que los bilbaínos que estábamos por allí acudiéramos al Centro Electrónico a tratar de dar salida al trabajo más urgente. Y allí fuimos todos. Nuestro jefe en aquel momento, Conrado (que supongo que tuvo mucho que ver en la decisión), asumió la dirección de aquella brigadilla «especial», en la que, sin demasiado cargo de conciencia, participé.

Teniendo en cuenta que en entregas anteriores he declarado mis simpatías ideológicas con la izquierda, se me podría achacar que mi actitud en aquel episodio fue incongruente, y seguramente fuera así: una incongruencia. Si bien, desde la distancia, en parte, solo en parte, me justifico con el siguiente comentario.

En las empresas grandes, según el nivel jerárquico, se ordena o se obedece, y cuanto más alto es el nivel, y, por tanto, el grado de compromiso es mayor, también es mayor el deber de obediencia o de cumplimiento de las instrucciones que se reciben. Quiere esto decir que, en las empresas, los que están en la escala de jefes están más comprometidos con las directrices empresariales que los que no son jefes y, por tanto, más obligados a cumplir lo que se les pide desde los niveles superiores jerárquicos. Pero, además, en la empresa hay otros factores subjetivos que influyen en cómo se reacciona ante las instrucciones u órdenes que se reciben de los niveles superiores: me refiero a las expectativas de ascenso o de desarrollo profesional, que, no hay que olvidarlo, dependen en gran medida también de criterios subjetivos de los mismos que ocupan los niveles superiores de donde provienen las órdenes. Así las cosas, hay una realidad empresarial: si no haces caso al jefe, corres el riesgo de que te pueda joder; y ese riesgo se acentúa si el caso es delicado, como lo es una situación de crisis, o sea, como lo es una huelga.  Por eso, es comprensible que en el episodio que he relatado, todos los jefes que estábamos desplazados en Madrid, así como los de la propia plantilla del Centro Electrónico afectado por la huelga, atendiéramos el requerimiento que nos hicieron nuestros jefes de contribuir a paliar los efectos de la huelga de los administrativos, es decir, a que actuásemos como esquiroles. Éramos jóvenes, pero no héroes.


Hummm..., no me parece bien acabar este capítulo, en el que he recordado cosas muy agradables, contando el episodio del que acabo de hablar. Pero qué le vamos a hacer, así ha salido y así lo dejo. Para concluir, quiero enfatizar en que, independientemente de los frívolos chascarrillos que haya deslizado en esta entrega, durante el tiempo que trabajé en el D.C. de Organización, aunque aproveché para darle gusto al cuerpo, tuve siempre claro que el trabajo era lo principal, y en esto fui extremadamente riguroso. El mundo del trabajo me había proporcionado una buena oportunidad para desarrollarme profesionalmente y personalmente... y no podía desaprovecharla.

En la próxima entrega, mi incorporación al DCE en Madrid.



Entrega anterior


26-01-2017. COMENTARIO POSTERIOR relacionado con el comentario que ha dejado mi admirado Josemari Lorenzo. Lo pongo aquí porque, como me he enrollado y me ha quedado algo largo, no me cabe en el espacio de “Comentarios”.


Sobre lo que dices, Josemari, tienes razón, no sé si es por lo de la memoria selectiva pero, de verdad, se me pasó decir algo de las huelgas a que te refieres, que tú, con un par, organizaste y protagonizaste.  Realmente el follón fue de los que no se deben olvidar; supongo que la que liaste ha sido el conflicto laboral más gordo en la historia del BV.


Probablemente, mi lapsus sea debido a que yo, en aquella época (a mis estupendos 25 o 26, o sea, en mi «época alegre»), estaba a «otras cosas», de las que ya he dejado constancia en estos recuerdos. Tú, que eras el líder del Comité de Empresa del banco, estabas en plena batalla laboral, por lo cual todos los empleados te admirábamos. Hay que decir que en el 71 estábamos en pleno franquismo y que lo que hacías no estaba exento de riesgo. ¡Le echaste huevos, es indudable, y, aunque, ya digo, yo estaba a otras cosas, creo que la movida fue exitosa, si bien no sabría decir cuáles fueron los logros. De aquellos 4 o 5 días (no me acuerdo con precisión de cuánto duró la huelga) solo recuerdo lo siguiente:
  • Que un día nos enteramos de que Josemari Lorenzo había convocado una huelga. La verdad, no recuerdo el porqué.
  • Que durante varios días bajábamos todos los empleados al patio de operaciones, y, a modo de procesión, dábamos vueltas por su contorno gritando, de vez en cuando, algunas consignas relacionadas con la huelga.
  • Que entre los más activos, aparte, lógicamente, de ti, había una maciza (la hija de un directivo del banco apellidado Guerra) que encabezaba las manifas y que a todos nos tenía sorprendidísimos por su aguerrida actitud, que nada tenía que ver con la tímida y prudente actitud a que nos tenía acostumbrados en su cotidianidad (la observábamos bastante por su macicez). Sin duda, hizo honor a su apellido.
  • Que el lío acabó tras una penosa locución que un nervioso Benguría, a la sazón creo que era ya Director General, dio a los congregados en el patio de operaciones subido en la silla de una mesa que había en el centro de aquel espacio. Yo, que estaba por allí, ni me enteré bien de lo que dijo; lo que sí creo recordar es que sirvió para que todos dejáramos la movida y volviésemos al trabajo (supongo que tú lo recomendarías también).
Seguro que tú tendrás los recuerdos muchísimo más frescos de aquellas jornadas de lucha, porque tú sí luchaste; yo me limité a, sin ningún entusiasmo, dejarme llevar. Ya te he dicho, estaba a otras cosas. Créeme que no recordaba que te costara el empleo; yo creía que te habías ido del banco por tu propia voluntad, en busca de otros derroteros profesionales e intelectuales, porque, se veía, a ti no te gustaba lo del banco. Ya supe que estuviste de profesor en la Universidad, que has escrito libros y que has tenido una interesante actividad intelectual. Te admiré por la huelga y por lo que acabo de decir. 

Y para terminar este comentario, una anécdota de nuestros tiempos en la academia de botones del banco (a nuestros 14 o 15 años), en la que coincidimos porque casi ingresamos al mismo tiempo (tú unos meses antes, creo). Estábamos en la clase de Geografía Económica (o algo así) del profesor Erquiaga, y este me preguntó algo relacionado con la formación de no sé qué capas terrestres. Y yo, que no había estudiado casi nada, ni puta idea. Puesto en pié y balbuceante, solo acerté a decir algo de los «aluviones antiguos», que no sé por qué se me había quedado grabado al leer algo de la lección que tocaba. Y, en estas, que, ante mi evidente desconocimiento, oigo que alguien junto a mí —eras tú— me dice por lo bajini «y los garbanzones, y los garbanzones». Y yo, como un primo, caí en la trampa, y, enlazando con los aluviones, no dudé en mencionar los garbanzones. La carcajada de toda la clase, incluido el profe, fue sonora, y yo, que me di cuenta inmediatamente de que había metido la pata, supongo que más rojo que un tomate y consciente de haber hecho el ridículo, diciendo para mí aquello de «tierra trágame» mientras de reojo veía cómo te descojonabas...¡cabróncete! No lo he podido olvidar y, aunque han pasado más de 55 años, tenía ganas de decírtelo, así que he aprovechado. 


21 jun 2014

RECUERDOS (IV). Época «alegre»

Tras la mili, en 1968, con 23 años, el cuerpo me pedía «guerra» o, como se dice ahora, «martxa». Los 10 años siguientes, fueron años muy «martxosos». De eso hablaré en esta cuarta entrega.

Dejando al margen mi actividad en el banco, de lo que hablaré largo y tendido en las siguientes entregas, a la vuelta de la mili cambiaron algunas cosas de mi vida privada. Por un lado, con mis padres y mi hermana Itziar (Bego ya se había casado) fuimos a vivir a la calle Pérez Galdós y, por otro, también amplié mi círculo de amigos. No es que conociera a nuevas personas, no, simplemente que empecé a relacionarme con gente a la que ya conocía de la escuela y del barrio de San Francisco que eran 4 o 5 años mayores. Ya se sabe que cuatro años es una gran diferencia a la edad de 10 o 12, pero no es tanta cuando se tiene 23 o 24 (y menos, aun, a medida que se van cumpliendo años).

Así que, aunque Sergio y yo continuamos siendo «pareja estable», un tiempo después de licenciarnos (no recuerdo cuánto), ambos nos incorporamos al grupo de estos mayores, que, como he dicho, ya no lo eran tanto (en relación con nosotros). Ellos habían tenido alguna baja en su cuadrilla debido a los noviazgos e, incluso, a los matrimonios (andaban ya por los 27 o 28), así que tampoco les vino mal recibir «savia nueva». Por otro lado, no recuerdo bien las razones por las que nuestra cuadrilla de antes de la mili (la de los cantores), al término de esta, perdió consistencia y se diluyó. Supongo que el rumbo profesional de cada uno, las novias y otros factores influirían para que esto sucediera. La verdad, he tratado de recordar qué pasó y no lo he conseguido. Fuera como fuese, el hecho es que fuimos acogidos en lo que quedaba de la cuadrilla de «mayores»; eso sí, en calidad de «agregados», si bien tal calificación no suponía formalmente ninguna restricción de tipo «operativo».

En la nueva cuadrilla destacaba por su liderazgo y por otras muchas cosas más Antonio Urtiaga, con el que acabé formando tándem. Antonio era un tipo extraordinario; no he conocido otro como él. Así que, como ya falleció hace unos 10-12 años (relativamente joven, sobre los 60 años, no recuerdo con precisión), quisiera que estas líneas sirvieran, además de como recuerdo a su enorme figura —Antonio fue grande—, como homenaje y agradecimiento por ser como fue y por los ratos buenos que nos hizo pasar a todos los que le tuvimos cerca.

Hasta que se casó, Antonio vivió en la calle de San Francisco, por eso fue a la misma escuela que yo, aunque no coincidimos por razón de la edad y, además, porque creo que él no acabó en ella el periodo escolar al matricularse antes de los 14 años en la antigua Escuela de Artes y Oficios de Bilbao. Además de ser muy inteligente, Antonio era extremadamente listo. Tenía algo así como un sexto sentido para percatarse, en cualquier situación, de lo que los demás no atisbábamos, cualidad que le proporcionaba mayor perspectiva ante cualquier situación o circunstancia. También tenía mucho olfato para enjuiciar a las personas, o sea, enseguida las catalogaba y acertaba casi siempre; no era fácil engañarle. En su relación con los demás, era de trato muy agradable y, si no estaba «mosqueado» (tenía su genio), resultaba simpatiquísimo. Pero en lo que más destacaba era en sus frecuentes (realmente, continuas) demostraciones de su agudo —y a la vez lacerante— sentido del humor, para las que siempre estaba dispuesto. Por eso, siempre encontraba el lado cómico o gracioso en cualquier circunstancia; sus ocurrencias y comentarios jocosos, al ser, él, de muy rápidos reflejos, siempre resultaban oportunos e hilarantes. Todo ello, unido a su franca y amplia sonrisa y a su risa contagiosa, suponía un eficaz antídoto contra el aburrimiento cuando él estaba presente. En esto, no he conocido otro igual. Por otro lado, aunque Antonio no era un tipo guapo  —más bien, físicamente, era un chico corriente—, era muy resultón con las mujeres, a las que, podría decirse, conquistaba divirtiéndolas, lo que le proporcionó merecida fama de ligón.

Antonio «sabía estar», que se decía mucho entonces; es decir, valía para cualquier ambiente y en todos sabía y trataba de quedar bien. Pero, por las circunstancias de la vida, en el ambiente que más se movió fue en el que en aquellos tiempos había en el barrio de San Francisco, donde teníamos nuestro cuartel general en el Bar Canal de la calle Dos de mayo, propiedad del ya exboxeador Benito Canal, también de la cuadrilla de «mayores». Por hablar más de Antonio y, de paso, contar algunas de mis vivencias de aquellos años, me referiré, como comentario ilustrativo, a uno de los rasgos de la personalidad de Antonio que tenía que ver con el ambiente de lo que, sin connotaciones delictivas, podríamos denominar la «golfería».

Nuestro grupo de amigos de aquellos años posteriores a la mili lo formábamos gente corriente del barrio de San Francisco o de sus aledaños (aunque yo ya no vivía por allí, me seguía considerando de aquel barrio), que, con las diferencias de edad a que antes me he referido, nos conocíamos desde niños, y que trabajábamos con normalidad cada uno en lo suyo. O sea, gente normal. Pero compartíamos aquel espacio con «profesionales» de la marginalidad del sórdido mundo de la Palanka de Bilbao (que formaba parte del barrio de San Francisco), donde, como es sabido, «trabajaban» la mayoría de las prostitutas y proxenetas de Bilbao. Por eso, conocíamos a muchos de los «barbós» (así se denominaban los «chulos» en nuestro argot) de entonces. De estos, algunos, no pocos, se acercaban a nosotros, mostrando, lógicamente, un comportamiento amistoso y correcto, a lo que nosotros correspondíamos de forma similar. He dicho que «se acercaban» y así era, porque, para ellos, generalmente llegados de fuera del País Vasco, el hecho de relacionarse con nosotros (para ellos, los «legales» del barrio) les proporcionaba la sensación de estar integrados en la sociedad «normal» de Bilbao. Y aquí enlazo con lo que decía antes sobre nuestra relación con la «golfería». Cuando nos relacionábamos con los «barbós», a Antonio le gustaba demostrarles que, siendo él «legal», les superaba en golfería (insisto, no delictiva). Y trataba de demostrárselo siempre que podía. Sobre todo, aprovechaba el terreno neutral que representaban las cafeterías de ambiente nocturno, que, sin ser lugares de «mujeres de la vida», tenían las barras atendidas por chicas que, simplemente, además de servir las copas, entretenían a los noctámbulos de Bilbao. En ese ambiente, Antonio era el puto amo. Caía muy bien a las chicas de las barras y con más de una llegó a hacer más que risas; y eso, a los «barbós» que algunas veces lo acompañaban (nos acompañaban) les deslumbraba... y Antonio disfrutaba con ello. Que conste que esto que he contado se refiere a los tiempos en que aún no salía con la novia con la que luego se casó.

Como curiosidad, diré que Antonio era de los que, entre nosotros, más utilizaba el argot del hampa (por denominarlo de alguna forma) de Bilbao. Precisamente, uno de los verbos que usábamos mucho era «molar», ahora muy corriente entre la gente joven, si bien nosotros lo utilizábamos como defectivo solo en tercera persona y en presente (p.e.: «mola mucho», «no mola»); ahora se conjuga algo más y como transitivo (p.e: «la peli me moló»). El argot que utilizábamos tomaba sus términos del «romaní» o «caló», y nos servía, a veces, para hablar entre nosotros sin que se «quedasen los julas» (sin que se enterasen los ajenos a la cuadrilla). Cosas de aquel barrio.


Es verdad que la noche le atraía mucho a Antonio; yo diría que en la década de los setenta sería de los que más trasnochaba de Bilbao. Tenía un trabajo que se lo permitía. Por eso, a los que entrábamos a trabajar a las ocho de la mañana nos resultaba difícil seguirle el ritmo, aun así lo intentábamos, porque las noches de cubatas con Antonio eran muy divertidas. Pero no solo eran las noches, por las tardes con frecuencia salíamos por las zonas de ambiente (normal, de gente joven) del centro de Bilbao. Preferentemente, nos movíamos por la zona de Pozas (calle de Licenciado de Poza y aledaños) y por la de la zona de la Plaza de Arrikibar (La Boheme, fue nuestro punto de encuentro). Como ya he adelantado, a medida de que el resto de los miembros de la cuadrilla, por diversas razones (noviazgos, matrimonios, traslados, etc.), fue «desertando» acabamos formando tándem; con él pasé unos años estupendos. Eso sí, el sueldo se nos iba en los bares y en las cenas, pero no nos privábamos de casi nada. Fue una época en la que mi vida extralaboral fue algo desordenada, si bien yo cumplía en mi trabajo como el que más; pero arrastraba mucho sueño, por eso las siestas eran diarias y de pijama... no había más remedio.


Al hilo de estos recuerdos, toca digresión. Por lo que ya conté en la primera entrega sobre la naturalidad con que, de niños, veíamos a las «mujeres de la vida» desfilar, por la calle en que jugábamos, camino de sus quehaceres profesionales, así como por mi relación, después, con  «barbós» y personas del hampa de Bilbao (de estas últimas no he hablado ni voy a hablar para no añadir truculencia a estos recuerdos), podría decirse que tuve, durante mucho tiempo, una cercana relación con el mundo sórdido de la marginalidad y delincuencia bilbaína, en el que, además, estaba muy presente la droga en sus diferentes modalidades. Como contrapunto, por un lado, yo estaba empleado en una empresa, el banco, de las más serias y en lo moral más conservadoras de la época, y, por otro, fui un afanoso estudiante siempre que tuve oportunidad, a la vez que practicaba todo el deporte que podía. Es decir, en los tiempos de los que hablo, tenía la sensación de que mi vida transcurría entre dos mundos muy diferentes (realmente, opuestos), que, por simplificar, representaban lo «reprobable» y lo «correcto», respectivamente. Por eso, sentía como si cada uno de mis pies se apoyara en una base o soporte de consistencia muy diferente al del otro. Lógicamente, aquella situación me producía cierta inestabilidad, por lo que me tenía que esforzar en mantener el equilibrio. Y creo que lo mantuve dignamente. En el trabajo y en los estudios (lo «correcto»), creo que siempre hice lo que debía y así lo ha demostrado mi trayectoria profesional; en el ámbito privado (lo «reprobable») siempre tuve claro cuáles eran los límites y nunca los traspasé (otros de los que estuvieron cerca, desafortunadamente, sí). Confieso que todo esto me resultaba paradójico y, en cierto modo, me divertía.

Dejando lo de la vida desordenada, diré que, tras comprarme una moto de trial, Antonio me emuló y se compró una similar, Bultaco 2.5. Nos dimos algunos buenos garbeos por el monte, aunque él tenía menos afición que yo. En una ocasión que dimos una vuelta por las estribaciones del Pagasarri se dio un trompazo que, sin ser nada grave, parece que le asustó porque enseguida vendió la moto. Luego se compró una Sanglas 400 de carretera, que no recuerdo qué fue de ella. Curiosamente, cuando murió tenía comprada (o apalabrada) una scooter nueva que no llegó a retirar.

A medida que escribo me vienen los recuerdos. Con Antonio frecuenté el «Holiday», discoteca muy de moda en aquellos tiempos, donde, entre otros cantantes, vimos a Juan Pardo y a Los Mitos, grupo que entonces pegaba fuerte. También solíamos ir a una pequeña discoteca de Deusto llamada «La jaula» a la que acudíamos con atuendo a tono con el singular ambiente que allí había, que podría ser similar, creo, a lo que ahora se denomina lo «grunge»; allí vimos a «Los Canarios», con Pedro Ruy Blas (que sustituía a Tedy Bautista). Posteriormente, con Pedro pasamos un agradable día de playa en Plentzia, porque era amigo de una de nuestras amigas que había salido con uno de los componentes de la banda. Años después le vi en Madrid en la adaptación musical de Los miserables.

Podría contar muchas cosas sobre Antonio, sobre todo de las que compartimos, pero creo que no hace falta. Con lo que he dicho creo que ha quedado claro que lo aprecié mucho y que, sobre todo, lo admiré. Sirvan estas líneas como pequeño testimonio de su paso por este mundo y especialmente por nuestras vidas; desde luego, fue de los que dejan huella. Su muerte fue una tragedia; no solo para su mujer y sus dos hijas, también para todos los que le conocimos y gozamos de su amistad. Lo sentí muchísimo y luego le he echado mucho de menos. Cuando estoy en Bilbao con los amigos de entonces, con mucha frecuencia surge su nombre en nuestras conversaciones; todos nos acordamos —y nos acordaremos mientras vivamos— de él. Como ya he dicho, fue un tipo, sencillamente, extraordinario.

En Sopelana. De pie, de izquierda a derecha, Adolfo, Iñaki Hepe, Jesús (el pirata), Basilio y menda. Agachados Antonio Urtiaga y Sergio.

Como en la foto anterior no salieron algunos que también estaban aquel día en Sopelana, pongo la siguiente:
Esta incluye también a Boni y Ángel Agüero (de pie, segundo y tercero por la izquierda) y a Pichuco (agachado, primero por la izquierda)

De los tiempos de que he hablado hay otros amigos que faltan. Recuerdo con mucho cariño a Jesús Rabanal, el pirata, que se fue de croupier al Casino de Marbella (ciudad en la que murió) y a Bonifacio Sanz, Boni. Con ambos me lo pasé muy bien, tanto en las noches locas de cubatas, como cuando estábamos juntos por cualquier motivo. También murieron muy jóvenes Adolfo Santamaría, Pichuco (murió en Mallorca) y los hermanos Txetxu y Luismi San Román (con este último tuve más relación por razón de edad). La última baja ha sido Pablito Lasfuentes.

Refiriéndome a los que estuvieron muy cerca en aquella época y aún están por ahí, tengo que tener un recuerdo para Tomás Laiseca (dicho con todo el cariño, una «víctima» de la extraordinaria y contagiante personalidad de Antonio), al que no he visto hace mucho tiempo, con el que también me reí mucho (aunque, en casi todo, era justo lo opuesto a Antonio) y del que también se podrían decir muchísimas cosas (la mayoría relacionadas con situaciones chuscas); Iñaki Hepe, actualmente viviendo con Araceli, su mujer, en un lugar muy bonito cerca de Mar del Plata, en Argentina, al que visité hace unos años; Basilio, al que veo de vez en cuando; Ramontxu San Román, con el que suelo echar la partida y me tomo unos potes cuando voy a Bilbao; Pepe «Lemoco», al que animé a ingresar en el banco (y lo consiguió); Roberto Mazorriaga, al que veo alguna vez cuando voy a Bilbao; Peter, que aunque es mayor que yo, por lo que no tuve mucha relación de joven, sí la he tenido en los últimos años; Santi, «el aldeano», experto «burlanga» (jugador de naipes), al que no he visto hace mucho (no está muy bien)..., y no sé si me dejo alguno (si es así, que me perdone). Y, cómo no, un recuerdo especial para los dos famosos boxeadores de la cuadrilla: Benito Canal, campeón de España de los pesos pesados, que ahora vive en su pueblo de Ourense (¡las partidas al chinchón que habremos jugado en su bar!); también, con cariño, tengo que mencionar a José María Madrazo, tres veces campeón de España en los pesos superwélter y medio, con el que suelo estar cada vez que voy a Bilbao, si bien últimamente le he visto algo malito. Aún conservo en mi retina su imagen victoriosa en el último combate que él hizo en Las Ventas, de Madrid, que tuve la suerte de presenciar; el que tuvo con Luis Folledo en Bilbao (con el título de los medios en juego), que también presencié, mejor olvidarlo.

En cuanto a los recuerdos de mis relaciones con chicas en aquella época (década de los setenta) y sin entrar en detalles, debo decir que tuve unas cuantas, unas más intensas que otras; la mayoría con chicas que, en diversas situaciones, conocí en Bilbao. Pero hubo otras relaciones, algo más exóticas, que se fraguaron en mis frecuentes viajes a otras lugares de España. Entre estas, como ellas están más lejos, no me importa citar a una exuberante inglesa que conocí en unas vacaciones en Sant Feliu de Gíxols, que  después vino a Bilbao y me causó algún serio trastorno. Otra fue con una mexicana que luego me invitó (y ,naturalmente, acepté) a pasar unas vacaciones en su país. También conocí en Las Palmas de G.C. una guapísima y escultural chica que, semanas después, sin previo aviso se me presentó una mañana en el banco, en Bilbao; me dio algún quebradero de cabeza. Realmente, en este capítulo, fueron años en los que estuve bastante ocupado. Dejando al margen mi relación con la que en 1980 me casé, Nati, en todas las demás relaciones, por una o por otra razón, creo que no me comporté bien, por eso no me siento nada satisfecho; al contrario, creo que en lo sentimental fui un poco desastre. En cierta ocasión, una de las bilbaínas con la que mantuve una relación en los setenta me dijo con cierto pesar «Unos nacen para querer; otros (refiriéndose a mí) para ser queridos»; no sé si tenía razón, pero me dejó preocupado. En realidad, creo que tenía un comportamiento muy «primario»; como me lo recordaba con bastante frecuencia otra de las chicas con las que salí, que era muy inteligente, por lo que supongo que tendría razón. 

Tras la mili me compre un Seat-600 nuevo (unas 55.000 pesetas); años más tarde lo cambié por un Seat-124 amarillo, también nuevo (tras la experiencia del 4-4 me había prometido no volver a tener un coche de segunda mano), con el que me moví bastante por España en mis viajes profesionales. Con este coche me fui en unas vacaciones hasta Londres, vía París, acompañado por la mexicana que había conocido en Madrid. No se me dio mal conducir por la izquierda.

En lo deportivo, en aquellos años practiqué el fútbol sala (futbito, decíamos) en un equipo que formamos en el banco al que le puse nombre: el «Lentid de Abando», en el que Kike Gutiérrez era el «capo». Jugábamos en el polideportivo de la Casilla, en el de Artxanda y en algunas otras instalaciones similares. También en Artxanda, por aquellos años, empecé a jugar al tenis, sobre todo con Gabi Terroba, con el que años más tarde, en Madrid, continué jugando (siempre me ganaba). También tengo que decir algo sobre mis actividades como «trialero». Ya he dicho que tuve dos motos de trial, ambas Montesa-Cota 247. Lo del trial tiene, tenía, sus riesgos, sobre todo si se es algo inconsciente, como lo fui yo, que traté de aprender, como siempre he hecho, utilizando el método autodidacta. ¡Los golpes que me di! Me caí de todas las posturas. Aparte de hacerme un sinfín de heridas en mis espinillas, por no hacer caso a los que me habían aconsejado que, con la moto, había que comprarse, sin dudarlo, unas botas protectoras (que cubrían casi hasta las rodillas), me fracturé el maléolo y la rótula en sendas caídas, y, saliendo por unas empinadas escaleras del interior de un antiguo  búnker de la guerra (del  famoso «Cinturón de hierro» de Bilbao) que aún está en el monte del Vivero, me abrí la cabeza (entonces no usábamos casco) al golpearla contra el arco superior (de hormigón del duro) de la estrecha salida; tras el golpe, como pude, sangrando no poco, llegué conduciendo la moto hasta una Casa de Socorro  en Bilbao, donde todo quedó en unos cuantos puntos de sutura. Pero, aparte de los innumerables golpes que me di, con aquellas motos disfruté mucho; especialmente porque entonces no estaba prohibido, como lo está ahora, subir con ellas al Pagasarri e, incluso, al Ganeko (con el comprensible cabreo de los montañeros). Tengo un recuerdo especial de una subida que hicimos un numeroso grupo de trialeros al Gorbea (siento no haber encontrado la foto de todos debajo de la cruz; la hubiera puesto aquí). Me costó, pero llegué; la bajada, deslizando la moto por las húmedas laderas (las más altas), fue espectacular.

Aparte de estas cosas, diré que en la época de la que hablo me compré mi primer piso en Bilbao. Una coquetón apartamento (me lo decoró mi hermana Itziar, que se dedicaba a esas cosas), con una parte abuhardillada, en un edificio nuevo (el único del Casco Viejo) de la calle Somera, de Bilbao. Me independicé, aunque casi todos los días iba a comer a casa de mis padres llevando la bolsa de la ropa sucia. Ahora que lo pienso, ¡qué morro tenía!

Realmente, fue una época en la que, por decirlo de alguna forma, no me dediqué demasiado a cultivar el espíritu, si bien, me tomé algunas licencias. Recuerdo que leí con muchísimo interés los seis tomos de la historia de «The Thibaults», de Roger Martin du Gard, que trataba sobre una familia de la burguesía parisina en los tiempos en que se gestó y desarrolló la primera guerra mundial. Los protagonistas eran dos hermanos: el mayor, pragmático y realista, el pequeño, un combativo y comprometido idealista. Yo me identifique, y mucho, con el mayor. Recomendaría la lectura de esta obra. También recuerdo que a primeros de los setenta leí «Siddhartha», del Nobel Hermann Hesse; me entusiasmó. No sería capaz de explicar ahora el porqué, pero recuerdo que durante algún tiempo la invocación del título, ¡Siddhartha!, me servía de bálsamo mental relajante para superar con cierta tranquilidad algunas situaciones complicadas o tensas en mis inicios profesionales como organizador.

En cuanto a mis gustos musicales y aunque no sé si ya estábamos en los ochenta, me gustó mucho el disco «En Tránsito», de Joan Manuel Serrat («Esos locos bajitos», «No hago otra cosa que pensar en ti», «Uno de mi calle me ha dicho...», etc.). Pero lo que, sin duda, más me gustó, fueron las canciones del argentino Facundo Cabral; en el coche, su casete era lo que más escuchaba (aún lo sigo haciendo). Años después vi en la tele una entrevista que le hizo, creo, El loco de la colina en la que me decepcionó; estuvo en plan místico hablando de la Virgen y de no sé cuántas cosas raras más. Me dio la impresión que se había pasado de vueltas; años después murió asesinado. De entre las coplas que cantaba, me gustaba mucho, no sé por qué, la siguiente:

«Yo no he trabajado nunca
Pues me gusta vivir bien,
Y es que aquellos que trabajan
Es porque no tienen nada que hacer»

Antes de acabar esta entrega tengo que decir que, aunque habrá queda claro que fue una época movidilla, tampoco en estos años perdí mi interés por el estudio. A primeros de los setenta me matriculé en unos cursos que se impartían en la Facultad de Económicas, de Sarriko. Ya dije en la anterior entrega (la de la mili) que no recordaba bien si esta matrícula tuvo que ver con la que hice en la Escuela Social de Zaragoza. Sigo sin tenerlo claro; es igual. El caso es que, avanzado el curso, lo dejé; no recuerdo bien las razones (aunque me lo figuro). De los profesores de aquellos cursos recuerdo a José Antonio Zarzalejos, que daba Derecho Político o algo así, que resultaba muy ameno. Creo que entonces era Fiscal General de Vizcaya y unos años después fue gobernador civil de la provincia. Como era muy simpático y debía de carecer de coche, alguna vez, a la salida de clase, le llevé hasta el centro de Bilbao en mi Seat-600.

También recuerdo que opté al acceso a la universidad «para mayores de 25 años», cuya regulación estaba muy reciente. En la prueba-entrevista que me hicieron no me consideré bien tratado; percibí que era una especie de paripé que hicieron porque no tenían otro remedio (por cumplir el mandato legal), pero que, al menos al que me entrevistó a mí, lo de «meter carrozas» en la universidad no era, en modo alguno, de su gusto. La entrevista me resultó muy incómoda por la aspereza con que se mostró el entrevistador. El caso es que no me llamaron; me jodió, pero visto ahora con perspectiva creo que ellos perdieron más.

En la década de los setenta, en lo político-social, ocurrieron cosas importantes en España. Murió Franco (me pilló en Barcelona), se aprobó la Constitución y, en Euskadi, el Estatuto; es decir, llegó la democracia. Por lo que ya he dicho o dejado entrever, mis tendencias y preferencias políticas han estado cercanas a la izquierda (el verbo ‘ser’ casi solo lo uso para hablar de Bilbao y del Athletic), pero tengo que admitir que nunca he sido un activo luchador en lo político-social, si bien, recuerdo que participé en alguna de las manifestaciones o concentraciones del 1 de mayo en el Arenal bilbaíno (cuando Franco vivía y los «grises» arreaban de lo lindo). Realmente, aunque siempre me ha interesado mucho la política, yo, a la hora de actuar, pasaba. Es más, ni voté en las generales del 76, ni para la Constitución, ni para el Estatuto; creo que la primera vez que voté estábamos en las postrimerías del siglo XX. Años después me pregunte el porqué de aquella actitud. Nunca me quedó claro si fue por una cuestión de absurda soberbia (por resistirme a aceptar que mi voto valiese como cualquier otro), o, simplemente, por un instintivo rechazo al sistema. Fuera como fuese, es un tema ya superado, como creo que quedó claro en mi post DEMOCRACIA DIRECTA de este blog. Sobre lo que pasaba entonces, recuerdo una conversación con Antonio (aunque, en política, coincidíamos bastante, teníamos nuestras discrepancias) en la que, hablando de la transición que  estábamos viviendo, le dije que vaticinaba que Suárez pasaría a la historia como «San Adolfo», porque me pareció que lo que hizo tuvo mucho mérito teniendo en cuenta las dificultades que tuvo que vencer en su decisiva contribución a que se instaurase la democracia en España. Antonio no estaba muy de acuerdo con mi opinión; yo, ahora, sigo pensando, más o menos, lo mismo.

En relación con lo anterior, debo decir algo sobre un viaje turístico que, junto a mi hermana Itziar y una amiga suya, hice, a mediados los setenta (no recuerdo con precisión), a Bulgaria y Grecia. De Grecia tengo el recuerdo de visitar en Atenas la Acrópolis, el mercado Plaka y los barrios típicos de la ciudad, además de un garbeo en barco por el Egeo y de visitar algunas ruinas cerca del monte Olimpo; todo me gustó mucho. En cambio, mi visita a Bulgaria, que me interesó por permitirme conocer, aunque fuera muy superficialmente, un país de más allá del Telón de Acero, o sea, en la órbita de la URSS, me resultó decepcionante... y me jodió. Aparte de la pobreza que percibí en la capital, Sofía, recorrimos por carretera los 300 Km. que la separan de Tesalónica (norte de Grecia); en este viaje, a través de zonas agrarias de Bulgaria, el panorama de los campos que contemplamos fue lamentable; por dar un dato, no avistamos ni un tractor ni ninguna máquina agrícola, lo que me chocó al comparar tal ausencia con los nada infrecuentes parones, por "culpa" de alguna de estas lentas máquinas, que soportaba por aquellos tiempos en mis frecuentes viajes por la antigua Nacional-I a Madrid, cuando atravesaba las tierras de Castilla. Y eso que en aquella época España no es que estuviera en la cabeza de los países desarrolladas de Europa, ni mucho menos. Pero, por lo que vi, Bulgaria estaba mucho peor. Se me vino abajo el mito del paraíso comunista del que algo habíamos oído y que, en cierto modo, habíamos asumido como ideal sociopolítico. Esta decepción la volví a sentir años después, en 1994, en un viaje de vacaciones que, con mi mujer y mis dos hijos, hice a Cuba; repartimos nuestro tiempo entre La Habana y Varadero, y lo que percibí y vi, especialmente en La Habana, no me gustó nada, nada, nada... y eso que conté con el eficaz apoyo logístico de la oficina de representación del BBV en la capital.

Resumiendo esta «década alegre», diré que, aunque tuvo algunas sombras, en mis recuerdos aparecen muchas más luces, muchas de ellas provenientes de la luminosidad de la personalidad de Antonio Urtiaga. De verdad, creo que, en general, me lo pasé muy bien.

Todo lo que he contado se solapó en el tiempo con la interesante nueva etapa de mi trayectoria profesional en el banco de lo que hablaré en las siguientes entregas.