13 jun 2014

RECUERDOS (II). Adolescencia y primera juventud


Continúo con mis  RECUERDOS. En esta segunda entrega hablaré del periodo 1959-1967, es decir, desde que a los 13 años empecé a trabajar hasta que en el año en que cumplí 22 fui a la mili.

A los 13 años mis padres «me presentaron» a una oposición para botones del Banco de Vizcaya; creo que entonces yo no sabía lo que era un botones ni, mucho menos, qué era un banco. En el examen quedé en octavo lugar. Me seleccionaron y comencé a trabajar en abril de 1959. El banco infringió, no sé por qué, la legislación laboral porque, por más de tres meses, yo no tenía la edad mínima de 14 años que entonces se requería para trabajar (supongo que, como les parecería que era espabilado, no querrían arriesgarse a que fichara por la competencia). Ingresé en el departamento de Caja de la oficina principal de Bilbao, en la Plaza Circular (la foto de la izquierda fue tomada el día que ingresé). Estuve tres años y medio de botones (que me parecieron una eternidad), compartiendo tareas con el otro botones de Caja, Fernando Manzaneque, con el que, aunque discutíamos bastante, creo que mantuve muy buena relación y llegamos a ser buenos amigos. Durante el tiempo de botones, de lunes a viernes, de 19:00 a 21:00, después del horario laboral (jornada partida de mañana y tarde), asistía, como todos los demás botones, a la «academia» del banco, en la que nos hacían exámenes evaluatorios y clasificatorios todos los meses, cuyos resultados (las notas) iban al Departamento de Personal y después eran entregados al jefe del departamento al que cada botones pertenecíamos. Yo siempre estaba entre los primeros y en más de una ocasión fui el número uno, aunque el que casi monopolizaba esa posición era Eugenio Zenarruzabeitia, que era muy inteligente; años después sufrimos un accidente en su moto Lambretta (conduciendo él) del que Eugenio salió más perjudicado. Tengo muy buen recuerdo de aquella «academia» y de sus magníficos profesores Badiola (Contabilidad), Martínez (Cálculo) y Erquiaga (Lengua); de este aún recuerdo que en una ocasión se refirió a mí como «el de los ojos glaucos», lo que me dejó perplejo porque no conocía entonces el significado del adjetivo que empleó.

De mis tiempos de botones en el departamento de Caja guardo un especial recuerdo de mi jefe de entonces: el cajero Félix Urquiola Araluce; hombre adusto, de mucho genio, y que tenía casi aterrorizada a la plantilla del departamento. Aunque ya entonces me parecía un exceso su trato (mejor, maltrato) al personal del departamento (con algunos se ensañaba), lo que, en aquellos años, en correlación con la situación político-social del país, se toleraba (no había más remedio), creo que de él aprendí mucho en lo referente al trabajo, especialmente algo tan simple —y, a la vez, tan poco frecuente— como es la autoexigencia de «hacer bien las cosas», o sea, que no hay que admitir lo chapucero ni lo hecho bien a medias (sobre todo, en la tarea propia). Aunque parezca algo elemental, creo que es un principio fundamental, especialmente en la actividad profesional; yo siempre lo tuve muy en cuenta, y creo que me resultó de gran utilidad.

Con 17 años, en 1962, pude presentarme a las oposiciones para auxiliar administrativo del banco (junto con los opositores externos). Obtuve plaza y, por fin, pude quitarme la gorra y el uniforme; «¡ya era empleado!», que era el ansia y objetivo básico de todos los botones. Por aquellos tiempos, el banco proporcionaba a los empleados que quisieran la posibilidad de asistir gratuitamente, tras la jornada laboral, a unos cursos que se impartían de lunes a viernes, en horario nocturno (de 19:00 a 21:00), en la Universidad Comercial de Deusto. Durante 4 años asistí a los citados cursos, de los que también guardo muy grato recuerdo y que me resultaron muy instructivos, especialmente las asignaturas de Contabilidad y Matemáticas y, más aún, las de Derecho Mercantil, Derecho Civil y Estadística, materias, estas últimas, que, hasta entonces, para mí habían sido desconocidas y que desde un principio me interesaron muchísimo. Aún recuerdo mucho de lo que aprendí. También guardo buen recuerdo de los profesores de aquellos cursos, especialmente de Julio Ortega Galindo, que impartía de forma muy amena Geografía Económica. En estos cursos también había frecuentes exámenes evaluatorios y clasificatorios (no recuerdo su periodicidad), cuyas notas iban al departamento de Personal del banco; aunque siempre estaba entre los de cabeza, creo que nunca saqué el número uno (había un par de «fieras», que se alternaban en los dos primeros puestos: uno, un tal Bayo, del Banco de Bilbao, y, el otro, Juanjo García Dalmáu, del Banco de Vizcaya; creo que también entre los “fieras” estaban David Uraga, de la Caja de Ahorros Municipal y el ya citado Zenarruzabeitia).

Cuando terminé los cursos en la Comercial me puse a estudiar inglés, lo que, de una forma u otra, he continuado haciendo, de forma discontinua, hasta casi el fin de mi vida laboral (incluso, hice un intensivo de tres semanas en Hereford, Inglaterra, viviendo con una familia del lugar). No sé si habrá sido porque siempre he tenido interés por la lingüística y el lenguaje, pero el caso es que el inglés, desde que me inicié en su aprendizaje, me ha gustado muchísimo y siempre me ha parecido un idioma muy racional, expresivo, lógico, bien estructurado y de deliciosa sonoridad. Aunque lo estudié con mucho interés, no conseguí soltura suficiente para hablarlo aceptablemente; la fluidez verbal (incluso en castellano) no está entre mis virtudes. Pero me satisface poder leer bastante bien el inglés; con eso me he tenido que conformar, ¡qué remedio!

Volviendo al banco, y ya como auxiliar administrativo, continué trabajando en el departamento de Caja, donde, tras aprobar las correspondientes oposiciones, ascendí a Oficial 2ª y, más tarde, sobre mis 20 años, a Oficial 1º, categoría profesional con la que me enfrenté a la entonces temida «mili» (después, como ya diré, no resultó tan temible). Como se habrá visto, desde que ingresé en el banco y hasta que fui a la mili, estuve dedicado, exclusiva e intensamente, por un lado, al trabajo en el banco en el horario estipulado, incluidos los sábados por la mañana (sábado inglés, se decía), y, por otro, a mi formación en las clases nocturnas, primero en la “academia de botones” y después en la Comercial; o sea, ¡una delicia! Así que a los 21 años estaba bastante harto de aquella vida poco excitante; más bien, insulsa y, en gran medida, de sometimiento. Como anécdota, diré que tenía un amigo, Chelis, que se había enrolado en un barco mercante y me enviaba postales desde los remotos puertos europeos en que recalaba. ¡Qué envidia me daba! Recuerdo que llegué a escribirle pidiéndole que intercediera o que me diera pautas para tratar de enrolarme yo también. No lo hizo; afortunadamente, porque puede que me hubiera animado y vaya usted a saber qué hubiera pasado. 




Por hablar de mi vida al margen del banco en la época de la que hablo, la de la adolescencia y primera juventud, diré algunas cosas. El acontecimiento más importante para mí fue que a los 15 años fiché por el Athletic Club de Bilbao, ¡ahí queda eso! Este trascendental hecho merece un comentario más amplio. En 1960, el Athletic, al que entonces entrenaba el brasileño Martín Francisco, había decidido tener un equipo juvenil y, por lo visto, desplazó ojeadores a los diversos torneos para seleccionar los jugadores que formarían el primer equipo de esta categoría.  El caso es que alguno de estos ojeadores me vio en un partido del torneo interbancario en el que yo participé como jugador del equipo del Banco de Vizcaya (arriba se puede ver foto del equipo; soy, de los agachados, el primero de la derecha); se interesó por mí y a los pocos días ya me incorporé a los entrenamientos del grupo inicial de chavales seleccionados. Entre los que estábamos, hubo jugadores que luego destacaron mucho en el primer equipo como fue el caso del gran Fidel Uriarte; ya en los primeros entrenamientos me fijé en él (por un regate que me hizo que me dejo sentado en el césped) y ya me percaté de que era un fenómeno. La lista de los que formamos aquél primer juvenil se puede ver en la   web del Athletic (seleccionando, a partir de la portada, LEZAMA>>>JUVENILES” y pinchando abajo la temporada 1960-61). Empezamos a entrenar en Fadura (Getxo) pero con cierta frecuencia lo hacíamos en el mismo San Mamés. Para mí, saltar al césped ¡de la Catedral! y darle al balón era como un sueño hecho realidad. Me hicieron firmar la ficha por 5 años, si bien, como no estaba entre los mejores, me cedieron al San Miguel de Basauri (club de juveniles que tenía un convenio de colaboración con el Athletic). La verdad, como ya dije en otro post de este blog, yo no reunía las condiciones imprescindibles (me faltaba rapidez y velocidad) para ser un buen jugador de fútbol, además, por estar trabajando y estudiando no podía entrenar en los días de entresemana (lo cual era un hándicap importante). No vestí la camiseta rojiblanca en ningún partido oficial; sí en varios amistosos. Pero no me importó; lo importante fue que había fichado por el Athletic y lucía con mucho orgullo el carné que lo acreditaba (aún lo conservo como un tesoro, por eso lo he reproducido aquí). Por cierto, este carné me dio derecho durante unos cuantos años a entrar gratis a San Mamés para ver todos los partidos, de cualquier equipo (incluido el primero), que allí se jugaran; los juveniles teníamos un sitio reservado en dos balconcillos que había en la tribuna de ingenieros.  Como cedido en el San Miguel de Basauri y luego en el Arenas de Getxo jugué, como delantero, las tres temporadas de juvenil; si bien, debo confesar que nunca me consideré de los buenos de verdad. Era buenillo, o, como le dijo el mismo Martín Francisco a un amigo que tuvo ocasión de preguntarle por mí, «tenía cualidades». 

Los otros recuerdos de mi adolescencia tienen que ver con lo que hacíamos los domingos cuando no iba a San Mamés; ya he dicho que todos los días laborables estaba pillado por el trabajo y los estudios. Hasta, más o menos, los 18 años no tuve, creo, interesantes emociones en los fines de semana. A esa edad es cuando lo de «ligar» empezaba a ser algo así como un reto, por lo que empecé a ir a los bailes que había en Bilbao y cercanías. Frecuenté Gazte Leku, en invierno; Plencia, Erandio, Portugalete y Santurce (estos en la plaza, al aire libre), en verano o cuando no llovía. Más tarde, los domingos era obligado acudir a las salas de fiesta (así se llamaban) «Arizona», «Seis estrellas» y, menos, a «Pumanieska»; luego vinieron las discotecas ya más modernas como fueron el «Hollyday» y «El yunke». En aquellos tiempos conocí a Sergio; nos hicimos muy amigos y durante unos cuantos años fuimos pareja estable (de correrías, que no se entienda mal); si me pusiera a contar cosas de él no pararía, así que solo voy a decir que, además de guaperas, era muy singular y que era tremendo, sobre todo con las tías; también debo comentar (o confesar) que Sergio y yo, algunos domingos, nos poníamos «a tono» (creo que en aquel tiempo ya empezamos con los cubatas).

Aunque nos gustaba la farándula, tanto a Sergio como a mí también nos gustaba subir al monte. Junto con otros de la cuadrilla de entonces, íbamos bastante al Pagasarri y a otros
montes de Bizkaia. La foto es de una de las subidas al Gorbea en la que aparecemos (de izquierda a derecha) «Echebe», yo, Casas, Erkoreka (buen montañero y mejor pelotari) y Sergio. Como anécdota, contaré que, un domingo por la mañana, Sergio y yo subimos  al «Paga» con traje, corbata y, por supuesto, zapatos de calle. Con aquel «gesto» quisimos, a nuestro modo, poner en entredicho a los que subían equipados como si fueran a un 4.000 (solo les faltaban las cuerdas, los crampones y el piolet); a nosotros nos parecía que para subir al «Paga» no hacía falta, ni mucho menos, tanto  equipamiento. Los pagasarritarras con los que nos cruzábamos nos miraban muy raro; algunos se descojonaban. Seguro que en el «Paga» de mis amores nunca se vio una pareja de aguerridos montañeros «tan arregladita».


También recuerdo de aquella época que con 17 años hice mi primera salida de vacaciones a la costa mediterránea (a la residencia que el BV tenía cerca de Benidorm); creo que me lo pasé muy bien, aunque sin emociones fuertes. Luego, hasta el momento de ir a la mili, ya me ocurrieron algunas «cosas» con chicas, aunque ninguna que mereciera la pena como para que me ponga ahora a hablar de ellas.  Este primer viaje vacacional supuso una de mis primeras salidas a tierras lejanas. Más tarde y antes de la mili, ya haría otros viajes de vacaciones a la costa mediterránea (del Sur o de Levante); recuerdo uno con Sergio que nos hicimos en tren (¡en tercera!) hasta Málaga y Algeciras (incluso pasamos a Ceuta), con parada en Madrid, con una mini tienda de campaña en la que casi no cabíamos. Nos ocurrió de todo pero disfrutamos… y si no ligamos fue por un absurdo accidente del que es mejor no decir nada. También recuerdo unos Sanfermines con Sergio (él era pamplonica); de este viaje no recuerdo mucho, solo que estábamos todo el día saltando, bebiendo y haciendo el tonto.


Por esta época de mi vida empecé a tomar conciencia de mi frustración por no haber podido estudiar una carrera universitaria. Esta frustración me acompañó —y, en cierto modo, me marcó— durante toda mi juventud hasta el punto de convertirse en resentimiento contra, supongo, la sociedad. Sí, sí, he sido un puto resentido y, lo peor, no sé si lo sigo siendo. En los tiempos de los que hablo, mediados de los sesenta, en España ya empezábamos a saber de movimientos juveniles de protesta política que se gestaban y producían, exclusivamente, en ambientes universitarios, desde luego muy lejanos a los que yo frecuentaba (los cursos de la Comercial no me daban acceso a los círculos universitarios propiamente dichos); lo de las protestas me llamaba mucho la atención y me admiraba que hubiera jóvenes que se atrevieran. Por otra parte, yo estaba convencido de que tenía condiciones intelectuales más que suficientes para poder estudiar cualquier carrera y, además, he sido de los que siempre me ha gustado aprender (ese gusto no lo he perdido nunca). Todo ello me llevó a la convicción de que me estaba perdiendo algo importante: la Universidad. Y, a la vez, me daba cuenta de que si no había podido estudiar una carrera era simplemente por el hecho de que, por pertenecer a una familia humilde, había empezado a trabajar muy jovencito y, por eso, no asistí a la enseñanza media reglada (el instituto) ni, en consecuencia, a estudios superiores universitarios. Algunas veces, cuando pensaba en esto, estaba tentado de culpar a mis padres por haberme «forzado» a trabajar tan pronto, si bien, rechazaba tales pensamientos, exculpando a mis padres y achacando mi ruta vital, simplemente, a las circunstancias de la vida. Realmente, durante años no tuve claro esto; sí que me hubiera gustado mucho haber sido universitario y haber podido destacar en ese ambiente, como lo hice en todos los entornos docentes en que me moví. Lo del resentimiento se me acentuaba cuando me acordaba del «jodido» pupilo del director de mi escuela al que, como conté en RECUERDOS (I), le hacía las láminas de dibujo lineal; me lo imaginaba recibiendo su flamante título universitario, y entonces me daba cuenta de que el «jodido» era yo. Por esa sensación de frustración y consiguiente resentimiento, durante años miré con insano recelo a los universitarios que conocí, sobre todo si hacían ostentación de ello, y, aún más, si sus carencias de conocimientos y limitaciones intelectuales me parecían evidentes. También, por todo esto que comento, me fastidiaba enormemente cuando algunos pijos o pijas hablaban con admiración de sus amigos universitarios que habían hecho la «heroicidad» de estar en una manifa de entonces o de haber asistido a una reunión o asamblea política «muy interesante». Por concluir con esto, diré que, posiblemente, lo que he comentado ha influido en mí para que siempre haya sido muy reticente a seguir las consignas de los sindicatos y, más aún, de los partidos políticos;  siempre pensé que bastante precio había pagado ya por mis orígenes; o sea, me decía “que peleen otros, los universitarios de los cojones”. 


Aquí otra digresión. Si lo anterior lo lee un joven de ahora, o sea, de los que pertenecen a lo que ya se denomina la «generación perdida», y ve mis lamentaciones por no haber podido acceder a la universidad, mientras disfrutaba de un cómodo y seguro puesto de trabajo, en una empresa importante en la que, además de cobrar medianamente bien, había posibilidades de recorrido ascendente profesional, y que, incluso, me pagaba una parte del salario mientras estaba en la mili tocándome la vaina (como se verá en la próxima entrega), seguramente no lo entenderá. Dirá que «me he quejado de vicio» y que ¡para él quisiera! estar en aquella situación, en estos tiempos de ahora en los que los títulos universitarios valen muy poco y encontrar un empleo fijo es como que toque la lotería. Y tendrá mucha razón. También yo ahora soy consciente que «lo que me tocó» no estuvo nada mal y que la iniciativa de mis padres de «meterme» en el banco resultó bien a la larga. Pero a los veinte años, cuando uno tiene toda la vida por delante y el futuro que vislumbra no se ajusta a sus inquietudes y legítimas aspiraciones, también es comprensible la insatisfacción e, incluso, la frustración. Es lo que a mí me pasaba y por eso lo he contado.

Respecto a las lecturas, recuerdo que en la época de la que hablo me hice socio del «Círculo de lectores», por lo que creo que tenía que adquirir un par de libros al mes; elegía principalmente ficción. De los que leí, el que, posiblemente, más me impactó fue “Sinhué, el egipcio”, personaje que me cautivó, hasta el punto de que, en unas pruebas que me hicieron en el banco (de las que hablaré en la próxima entrega), respondí con el título de este libro a la pregunta «¿A quién le gustaría parecerse?». También en esa época me compré una Biblia, que coloqué sobre mi mesilla de noche, de la que solía leer algo antes de dormir. Se conoce, que tenía inquietudes, digamos, espirituales o místicas, si bien, creo que por mis veinte años es cuando empecé a tomar conciencia de mi agnosticismo (que con el tiempo se afianzó). Al hilo de esto diré que hasta los 18 o 19 años yo era de los que todos los domingos iba a misa; era el único de la cuadrilla que lo hacía, por lo que los domingos de verano me tenía que levantar una hora antes que los demás para ir a misa y poder estar a la hora que habíamos quedado para ir a la playa (cuando no llovía). 

Sobre la música debo decir que siempre me ha gustado; también cantar. En aquellos tiempos, los de mi cuadrilla cantábamos mucho y algunos (yo no) lo hacían muy bien. En verano, en los viajes a la playa en el tren, cuando no íbamos muy apretados (el tren hasta los topes era lo normal) solíamos cantar, también cuando nos juntábamos donde fuera y no teníamos cosa mejor que hacer. Cantábamos de todo, tanto canciones populares vascas como las de moda (de aquí o de fuera). Entre los que cantaban bien citaré a Manso (así se apellidaba), que cuando cantaba, que lo hacía muy bien, se «acompañaba» con una imaginada guitarra y adoptaba las posturas que había visto en fotos al cantante francés Johnny Hallyday; Tamayo, que era el que más me gustaba (tenía una voz algo rota muy bonita), y Raúl Velasco, que hacía muy bien la segunda. Alvarito Casas y yo metíamos baza cuando la ocasión era propicia. Ahora bien, puedo jactarme de haber tenido una actuación pública; fue algo improvisada, en un local de la calle Ledesma lleno de gente joven. El que cantó de solista, que era el dueño de la guitarra eléctrica y, por eso, impuso su protagonismo, era un capullo del que ni me acuerdo de su nombre; sí recuerdo que cantó “Speedy Gonzales” y que detrás de él, al estilo de los Cinco Latinos, le acompañamos el citado Manso, el también ya citado Fernando Manzaneque y yo, los tres haciendo aquello de turruaaaá, turuaaaaá con el brazo extendido hacia adelante. No nos lincharon porque nos largamos enseguida. 

En la foto que he puesto aparecemos, sin guitarra y de arriba abajo, menda, Manzaneque y Manso; con guitarra, Irusta y Erkoreka (estos dos cantaban fatal). De mis gustos

musicales de entonces diré que eran los corrientes (en esto no he sido nada especial): principalmente, The Beatles, Elvis Presley (sobre todo, después de ver la peli «King Creole», que me entusiasmó) y Paul Anka («Diana» la escucharía miles de veces); también me gustaban The Platters y los citados Cinco Latinos, incluso, al principio (luego ya no) me gustó El Dúo Dinámico. También siempre me ha gustado mucho Frank Sinatra (al que, años después, le entendía algo) y de forma muy especial Marty Robbins, que tenía un disco de preciosas canciones, entre ellas, el maravilloso tema de la peli «El árbol del ahorcado». Los que nunca me han gustado han sido los Rollings (ahora me da repelús verlos); eran más de los que tendían a pijos. Este improvisado resumen de gustos musicales no es, en absoluto, nada exhaustivo; he escrito los nombres que sobre la marcha me han venido a la cabeza, pero hubo mucha, muchísima, más música que me gustó. No hay que olvidar que si algo abundó en la década de los sesenta fue, precisamente, la música; hubo a mogollón… y muy buena.

Por concluir esta entrega diré que, por una cosa o por otra, de esta época de mi vida no tengo recuerdos excitantes (salvo lo del Athletic); en general, fue algo anodina, así que le doy carpetazo.

En la próxima entrega, mi mili (y la de Iñaki).

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