24 ago 2014

EL ACUEDUCTO DE SEGOVIA



Esta mañana, como no tenía mejor plan, me he subido en la moto y me he dado un garbeo hasta Segovia (desde Madrid). Esto, desde hace unos 15 años, lo suelo hacer una vez cada verano; merece la pena. Suelo ir por Navacerrada y vuelvo por el puerto de Los leones. Es un recorrido de unos 250 Km. en el que se puede disfrutar de la moto, sobre todo si la temperatura es la apropiada y el sol luce radiante, como ha sido el caso. Se puede curvear y darle caña; recomiendo la ruta a todos los moteros.

Pero en esta escapada anual, además de disfrutar de una mañana de verano sobre la moto, a mí lo que realmente me mueve a hacerla es poder contemplar, una vez más, el grandioso espectáculo con que uno se topa cuando está a punto de acceder al casco histórico de la ciudad castellana; no conozco nada parecido. 


Para llegar al casco histórico de Segovia hay que bajar por una calle empedrada que transcurre entre edificaciones normales, en la que, tras su última curva a la izquierda, repentinamente se amplía el campo visual y se presenta un panorama único e inigualable: en toda su grandiosidad, el acueducto de Segovia. Es un espectáculo soberbio y esplendoroso. Esta mañana, igual que me ocurrió la primera vez, la súbita aparición de esta panorámica mientras conducía me ha deslumbrado y me ha obligado a detener la moto para poder saborear la visión y obtener la foto que sigue. Realmente, la impresión de la primera vez fue mayor, por la sorpresa que causa lo inesperado; en las siguientes (incluida la de esta mañana), la impresión la ha producido la satisfacción por encontrar lo esperado. 







No es nada original decir que parece mentira que esta singular muestra de la arquitectura romana continúe en tan magníficas condiciones teniendo en cuenta que se construyó hace unos 2000 años, pero hay que decirlo. Porque es verdad que el acueducto tiene muy buen aspecto (ha tenido algunos «retoques») y parece que los años no pasan por él, siendo, como es, de apariencia frágil, como lo es todo lo que destaca por su esbeltez y estilización; y a esbelto y estilizado al acueducto de Segovia no le supera ni la torre Eiffel. Como es sabido, está construido a base de piezas de granito que se sujetan por si solas, es decir, sin argamasa ni sustancia alguna; o sea, se ha mantenido durante siglos gracias a la precisión en la colocación de las piedras con que está construido y, sobre todo, por la perfección de los arcos, que son, supongo, los que dan solidez y consistencia al conjunto de la obra.

Pero, siguiendo con la comparación, así como, difícilmente, alguien podría decir que la visión cercana de la Eiffel le resultó inesperada o sorpresiva (se «ve venir» desde cualquier lugar de París), con el acueducto casi te das de bruces al doblar una esquina, y esa «aparición», aparte de lo puramente histórico, arquitectónico y, por qué no decirlo, misterioso de su existencia, es, para mí, lo más espectacular e impresionable que tiene el magnífico acueducto de Segovia. Por eso, recomiendo al que aún no lo haya visto que, si tiene oportunidad, procure llegar a él por la cuesta empedrada a la que antes me he referido (hay otros accesos) y antes de la curva a la izquierda aminore la velocidad para prepararse para disfrutar de una visión única.

Para acabar, aclaro que he dicho lo de «misterioso» porque resulta difícil creer que los romanos, conquistadores de buena parte de la Europa de su tiempo y capaces de construir magníficas obras de ingeniería y arquitectura, de las que muchas aún perduran, no supieran o intuyeran la teoría de los «vasos comunicantes», y acometieran esta imponente obra arquitectónica con el único fin de, según los expertos y como lo dice su nombre, posibilitar que el agua procedente de los manantiales de la sierra de Guadarrama llegara hasta una de las partes altas de la ciudad, salvando así la vaguada en la que hoy se encuentra la plaza de Azoguejo. A mí no me convence del todo esta teoría, aunque, por otra parte, debo reconocer que, si no, el acueducto no tiene aplicación aparente, salvo que fuera un capricho de algún visionario y potencial promotor de turismo empeñado en epatar a los visitantes de la bella ciudad castellana 2000 años más tarde.

Si fue por esto último, conmigo acertó el visionario, Y eso que soy de Bilbao, y allí tenemos el Guggenheim, el puente colgante, el de Cantalojas... ¡y más cosas!




1 ago 2014

DIOS

Dios es un misterio para el ser humano. Bueno, no para los creyentes, que asumen, desde las antiguas mitologías, lo que en las religiones se dice sobre la deidad de cada una de ellas, por lo que, además de adorarlo, creen saber muchísimo sobre su Dios (dónde habita, lo que le gusta, lo que no, lo que piensa, lo que quiere, qué familia tiene o tuvo, etc.), incluso saben cómo es o qué imagen tiene. En realidad no lo saben, lo que pasa es que, precisamente por ser creyentes, se creen lo que, desde hace ya muchísimas generaciones, desde niños oyen a los predicadores y divulgadores de la fe y la doctrina en las distintas religiones. Pero a mí todo esto me parece que no tiene fundamento. (Sobre estas cosas ya dije algo en LA RELIGIÓN ES LA HOSTIA y en PRINCIPIOS, CREENCIAS... Y CONVICCIONES, en este mismo blog). 

Por otra parte, negar la existencia de algo que escapa totalmente a nuestra comprensión, en mi opinión, tampoco tiene fundamento. Porque hay muchas cosas que hacen pensar que podría haber «algo» que esté muy por encima del ser humano y que no está al alcance de su razón, como, sin ir más lejos, es el origen y existencia de la vida y del universo (en el que el planeta Tierra es una minúscula e insignificante parte); por eso, tampoco el ateísmo me parece que se sustente en fundamentos racionales. 

Aunque sobre estas cosas se ha dicho y escrito muchísimo (con seguridad, será el tema que más ha dado que hablar), creo que ambas posturas opuestas, el deísmo y el ateísmo, no responden a lo que la razón, el conocimiento y la inteligencia humana pueden aportar. Por eso, sobre la cuestión de la existencia de Dios, el agnosticismo, o sea, no creer pero tampoco negar, es lo que me parece razonable (adjetivo derivado del sustantivo razón). Por tanto, se pongan como se pongan los que creen lo uno o lo otro, yo tengo que insistir en que Dios es un misterio, ante el que cada cual se ha montado su creencia o explicación, que aunque no pueda demostrarse tampoco puede rebatirse. Así que cualquiera puede opinar o creer lo que le venga en gana. Y yo también lo voy a hacer.

Cuando no tengo otra cosa mejor que hacer, suelo entretenerme con uno de esos divertidos juegos de ordenador (el que utilizo se titula «Age of Empires»), con el que, además de matar el tiempo, procuro matar a los que integran las fuerzas enemigas con las que me enfrento en «cruentas» batallas. Llevo años jugando con este juego y no me aburre porque, entre otras cosas, siempre es distinto. Yo manejo mi ejército, y, por su parte, la máquina o el software (la inteligencia contenida en el juego) maneja al enemigo, que actúa o se comporta condicionado por su propia estrategia predeterminada por los parámetros introducidos por el creador del juego, pero también reaccionando con eficacia a lo que haga mi ejército al seguir mis instrucciones. Por eso, las batallas nunca son iguales.

¿Y qué tiene que ver esto de los juegos de ordenador con el misterio de la existencia de Dios?, se preguntará el lector. A eso voy. 

En este tipo de juegos intervienen los siguientes actores o elementos:
  • El principal es el equipo «constructor» del juego, que es el que aporta la inteligencia para que el juego resulte operativo, además de entretenido y divertido; a mí me parece que tal aporte es inmenso. El «constructor» es el creativo que inventa y diseña los espacios virtuales donde se desarrolla el juego, define los personajes que intervienen, que «viven» y «mueren»; también el «constructor» establece qué pueden y qué no pueden hacer los personajes, pero también les da cierta libertad (según los parámetros del juego). Es decir, el «constructor» es el creador del universo del juego y también el que establece las reglas por las que los personajes pueden vivir en él. Es como si fuera el Dios creador. 
  • En el juego están los «vivientes», que son los personajes y personajillos, producto de la imaginación de los grafistas del equipo constructor del juego, que participan en los acontecimientos que se desarrollan en el propio juego. Según la configuración creativa del «constructor», hay «vivientes» buenos y malos, fuertes y débiles, con posibilidades de fortalecimiento o limitados; en fin, los hay de muy diverso tipo. Para que el juego tenga interés, los «vivientes», al menos en el que yo utilizo, se dividen en dos bandos: uno actúa según las directrices que le proporciona la propia inteligencia del juego (la del constructor), y el otro lo maneja el jugador con el ratón y teclado del ordenador. Entre ambos bandos de «vivientes» se produce la lucha por la supervivencia, que es el leitmotiv del juego. 
  • Por último, tenemos al «jugador», que es la persona que maneja el ordenador y se entretiene o divierte jugando. 
Pues a mí me parece que nuestro mundo, salvando las inimaginables distancias, podría ser algo parecido a los juegos de ordenador. Buscando una analogía de roles, en nuestro mundo el «constructor» sería la divinidad, es decir, ese misterio al que llamamos Dios; los «vivientes» somos, obviamente, los seres humanos, y lo que no tengo claro es quiénes serían los «jugadores», aunque podría ser que el «constructor» y el «jugador» se solaparan o fueran lo mismo. Obviamente, lo mismo que en un videojuego hay una enorme diferencia y distancia entre la naturaleza del «constructor» y del «jugador» y, por otro lado, la de los «vivientes», en nuestro mundo también la habría entre el Dios misterioso y los humanos. En realidad, tanto en el videojuego como en nuestro mundo, entre ambos roles no es posible la comparación porque pertenecen a dimensiones y naturalezas muy diferentes. Podemos alcanzar a entender que en el videojuego el «jugador» o «constructor» (humanos), por un lado, y los «vivientes» (gráficos en una pantalla), por otro, pertenecen a dimensiones diferentes porque conocemos ambas, pero en el mundo en que vivimos, la diferencia entre los humanos y la supuesta divinidad escapa a nuestra comprensión, precisamente porque desconocemos la naturaleza y dimensión de Dios, que, como vengo diciendo, es un misterio.

Supongo que para rebatir cuanto antecede cualquiera podría aportar los típicos argumentos que manejan los creyentes, basados en la «paternidad» de Dios en relación con la especie humana, y en que sus «hijos», los seres humanos, estamos en este mundo para, sobre todo, amar y adorar a Dios. Mirándolo bien, no hay tanta diferencia con mi teoría: las religiones dicen que Dios nos ha creado para que le adoremos y yo digo que es para divertirle. Quién sabe el efecto que puede causar en Dios la adoración de los humanos; puede que le divierta. Por su parte, los que se empeñan en que la presencia del ser humano en nuestro mundo tiene un fin «trascendente», porque está dotado de eso que llamamos alma, porque tiene inteligencia (que es un atributo «superior»), porque es capaz de sentir, porque le espera la vida eterna, etc., es seguro que tampoco estarán de acuerdo, en absoluto, con la teoría que he expuesto, en la que los seres humanos no tendríamos otra función a lo largo de la vida que la de divertir al «Creador».  En fin, se podrían decir muchas cosas para rebatir lo que digo, o sea, para rechazar que los humanos seamos simples piezas o personajes de un enorme juego.

Pero también estos argumentos se podrían contrarrestar diciendo que no debemos sobrevalorarnos; al fin y al cabo pasamos por este mundo (el valle de lágrimas) sufriendo penalidades y calamidades —obviamente, unos menos que otros; algunos se lo pasan de puta madre—, pero todos estamos condenados irreversiblemente a desaparecer. Y, por lo que sabemos de los países más pobres y por la multitud de conflictos de todo tipo generados por el ser humano, muchas veces uno siente vergüenza de pertenecer a la especie humana. Es decir, además de haber innumerables evidencias de las imperfecciones y maldades humanas, la existencia del ser humano es efímera, por mucho que las religiones, en su afán de resaltar nuestra trascendencia, nos digan que no nos preocupemos porque si somos «buenos» nos espera la vida eterna junto a Dios. Esto viene bien para tratar de evitar o contener la tendencia al mal de los humanos, pero tampoco se puede demostrar.

Realmente, todo el argumentario de los creyentes carece de fundamentos racionales; es, simplemente, una cuestión de fe o de creencias.

Obviamente, tampoco tiene fundamento mi teoría de que formamos parte de una especie de enorme videojuego manejado por «algo» sobrenatural o superior, ni se basa en pruebas científicas ni de ningún otro tipo. Reconozco que no es más que una ocurrencia. Algo parecido a las historias en que se apoyan las religiones que conocemos, que han basado el concepto de la divinidad en algo tan poco fundamentado como lo que yo he dicho. Entre creer que Dios (Javeh) es alguien que se apareció a Moisés en el monte Sinaí y le entregó escrito en unas piedras el código básico de conducta (los Diez Mandamientos) que debíamos observar los humanos, y, como yo he dicho, creer que la divinidad podría ser «algo», de otra dimensión, que «juega y se divierte» con la existencia de los humanos, yo me decantaría por lo segundo. Ambas hipótesis me parecen difícilmente creíbles, si bien la primera, la de Moisés, ya hace tiempo que la consideré inverosímil; la segunda, como se me ha «revelado» recientemente, todavía no la he descartado; está por ver.

Por eso y por si acaso, cada vez que me ocurra algo raro, estaré atento a si se notan los movimientos de un invisible cursor o se percibe algo parecido al clic de un ratón.