28 feb 2016

EL SEÑORITINGO


El despectivo “señoritingo” es un calificativo (más que sustantivo) que le viene al pelo a Iñaki Urdangarin, cuñado del rey de España y exduque de Palma. Lo están juzgando estos días en Palma de Mallorca como uno de los principales acusados en el caso Nóos, por eso lo he visto en la tele en los reportajes que se hacen sobre el juicio. No es que quiera hacer leña del árbol caído, pero creo que es obligado decir algo sobre él.
Este individuo nació en lo que se dice una buena, buenísima, familia; su padre fue presidente de una entidad financiera (Caja Vital) y su madre es una aristócrata. O sea, desde la cuna sus circunstancias fueron muy favorables. Después, ya de mayor, le hemos conocido como un hombre aparentemente sano, fuerte, alto y muy guapo; todo un tipazo. Por otro lado, por cómo le he visto expresarse en el juicio, aparenta tener un nivel intelectual, digamos, normal (aunque de memoria anda algo flojo). De hecho, cursó estudios universitarios, de los que obtuvo su correspondiente título; además consiguió algún máster para adornar su currículum. ¡Una joyita!, dirían (no ahora) con admiración en su familia.
Le dio por el balonmano, deporte en el que destacó. Jugó en el Barcelona y en la selección nacional, con la que fue medallista en un par de olimpiadas. A sus 31 años se casó ¡con la hija del rey de España!, con la que tiene unos hijos guapísimos. O sea, una vida como las de las pelis de amor y lujo.
Está claro que el señoritingo ¡lo tuvo todo! Al menos todo lo que a la mayoría de los mortales les podría resultar muchíííísimo más que suficiente para tener, ellos y sus descendientes, una vida fácil. Le venía de perlas eso de «Eres guapo y eres rico, ¿qué más quieres, Federico?». Pues, por lo visto, el señoritingo quiso más.
Por lo que nos cuentan, allá por 2003, cuando «España iba bien», este listillo (ver el final de DE TONTOS Y LISTOS en este blog) quiso aprovecharse de la, aparentemente, boyante situación del país para dar, también él, su particular «pelotazo» y, así, fortalecer aún más su propia economía. Se conoce que las prebendas que podía obtener por su posición social como miembro de la familia real le sabían a poco; además tenía que pagar el famoso palacete de Pedralbes, que, según dicen, le costó un pastón. El caso es que, según hemos podido conocer, se embarcó en una aventura ¿empresarial? que durante unos cuantos años le proporcionó, según el sumario, mucho dinero. Pero ese dinero provenía, según parece, de las arcas públicas y, presuntamente, su cobro no estaba justificado. Por eso lo están juzgando estos días.
Lo tenía todo o casi todo, y no le bastó; fue un tragón, quiso más. ¿Por qué? ¿Mera codicia? ¿Por gilipollas? ¿Le engañaron?... No podemos saber sus motivaciones íntimas para hacer lo que hizo; por eso, desde lejos, solo podemos conjeturar. A mí me parece que es un caso singular el de este señoritingo de los cojones; se podría decir que es el paradigma del listillo, que se creyó que estaba por encima de los demás y que nada podía oponerse a sus deseos.
Yo creo que es probable que este sujeto, cegado o deslumbrado por el resplandor celestial que afecta a los que padecen el «mal de altura» (típica dolencia de los mediocres que llegan muy arriba), perdiera perspectiva y sentido de la realidad, hasta el punto de no ser consciente de que al recibir injustificadamente dinero público estaba robando a los ciudadanos. O es posible que escuchara a aquella ministra que dijo «El dinero público no es de nadie», y que, en un ataque de memez, el señoritingo se dijera «Vale, ministra, ya me voy a ocupar yo de que tenga dueño», y forjara su plan de apropiación fraudulenta de un buen pellizco.
Fuera como fuese, este presunto delincuente merece el mayor grado del reproche social y que, como yo en este post, los ciudadanos le tratemos con el máximo desprecio, o sea, como él nos trató a nosotros cuando se lo llevaba en crudo. Porque, asumiendo que robar no está bien, no podemos contemplar igual al que roba por pura necesidad o porque tiene muy poco (que en estos tiempos se puede comprender y, en muchos casos, hasta justificar) que al que lo hace cuando tiene más que suficiente y además ocupa una posición social y económica privilegiada, que para más inri está, en cierto modo, sufragada y consentida, mayoritariamente, por el conjunto de la ciudadanía.
Por todo esto, el señoritingo no merece la mínima consideración ni, por supuesto, perdón. Solo merece un castigo ejemplar. Porque su castigo, es decir, su condena por el tribunal que le juzga y la ulterior confirmación por el Supremo (seguro que recurre), podría ser un buen referente para los juzgadores de los numerosos casos de corrupción política que, actualmente, están en vía judicial. Hay que limpiar el patio nacional, aunque entre la porquería estén los señoritingos de medio pelo y los que se han aprovechado indignamente del poder.
Si lo que le caiga sirve de ejemplo, será, aunque le pese, el más valioso servicio del señoritingo Urdangarin a la sociedad española, por lo que su «sacrificio» se podría tener en cuenta cuando un viernes de dentro de unos cuantos años el Consejo de Ministros tenga que decidir sobre su indulto.
¡Ah!, casi se me olvidaba. Al instructor del caso, juez Castro, le deberían dedicar, en su pueblo o en Palma de Mallorca, una calle. ¡Las presiones que habrá aguantado!
18-06-2018. NOTA ULTERIOR: Hoy ha ingresado en la prisión de Briuega (Ávila) el señoritingo Urdangarin para cumplir la condena de más de 5 años que le fue impuesta tras haber sido confirmada por el Tribunal Supremo.

26 feb 2016

LA POLÍTICA Y LOS POLÍTICOS




Como me temía, tras las elecciones generales pasadas (20-D) los ciudadanos estamos contemplando un escenario político complicado; los políticos nos están bombardeando —a mí y supongo que a muchos, aburriendo— con sus declaraciones, propuestas, contrapropuestas, acuerdos, desacuerdos, eslóganes, ocurrencias, etc. Yo creo que, dejando al margen lo de la corrupción, los políticos nos están mostrando lo peor de la Política, que, dicho de forma resumida, es la mentira y el cinismo. Así que, mientras nos tomábamos unos cubatas, he charlado sobre esto con Listo, mi habitual interlocutor.

Listo: De tu vaticinio tras las elecciones generales, en lo único que acertaste, Julio, es en que íbamos a sufrir un latazo de los políticos; pero aún no se ha resuelto ninguna incógnita sobre la futura gobernabilidad de España.

Julio: Bueno, pero como aún no se han resuelto, todavía podría acertar en mis predicciones, ¿o no?
L: Sí, pero, por lo que oigo en los medios, me parece que no vas a acertar, porque no he escuchado a nadie decir, ni siquiera insinuar, que Albert Rivera podría ser el presidente del próximo gobierno. Tus predicciones no están en las quinielas que se manejan.

J: Pero no te fíes de lo que se dice. Los políticos están en una especie de partida de póker o múltiple de ajedrez en la que, además de esconder sus verdaderas intenciones, cada cual realiza sus movimientos con un solo propósito: despistar al adversario. O sea, listillo, para interpretar lo que dicen o hacen los políticos actualmente, hay que tener muy en cuenta la socorrida frase “cualquier parecido con la realidad es pura coincidencia”. Mienten más que hablan.


De lo único que se preocupan en sus comparecencias en público es en “quedar bien”. O sea, en no aparecer como intransigentes, para que, si no hay arreglo, no se les pueda echar la culpa; en mostrar su cara más amable y ánimo conciliador, para que parezcan decididos a encontrar soluciones; en que sus eslóganes resulten imaginativos, para que se vea que son ingeniosos; etcétera. Es decir, lo único que les preocupa en estos días cuando hablan en público es que parezcan que son muy buenos.
L: No sé, Julio, supongo que, simplemente, cada cual está mostrando sus propuestas, como no puede ser de otro modo en democracia.
J: Así debería ser. Pero me temo que no es. Creo que estamos asistiendo a un espectáculo que nos muestra lo peor de la Política; me parece, sencillamente, asqueroso y repudiable.
L: No exageres, Julio. La Política es así; ¿cómo crees tú que debería ser?
J: Pues no lo sé con precisión; no tengo experiencias porque, echando la vista atrás, en el actual periodo democrático no ha habido ningún periodo de gobierno que nos pueda servir de referente o de ejemplo de buena gestión POLÍTICA (así, con mayúsculas). Pero eso no obsta para que, como cualquier otro ciudadano, muestre mi interés por los que pueden tener la responsabilidad de dirigir la sociedad, o sea, de gobernarnos.
L: A casi todos nos interesa lo que hacen los políticos, especialmente aquellos a los que empleamos y pagamos para que nos gobiernen.
J: ¿Que empleamos y pagamos? Eso es lo que se dice con mucha frecuencia y que a mí me parece una solemne capullada. Los políticos gobernantes no son nuestros empleados, Listo; en todo caso, son nuestros jefes. Son los que nos mandan y dirigen; los que nos dicen lo que está bien y mal; los que fijan el castigo si no hacemos lo que ellos dicen; los que establecen lo que tenemos que pagar al Estado y deciden a qué se destina lo recaudado; los que marcan quiénes son nuestros amigos y enemigos, y, si llega el caso, contra quién debemos guerrear. En fin, son los putos amos de la sociedad, y, además, ellos mismos se fijan lo que les tenemos que pagar; mejor dicho, lo que se tienen que cobrar por su dedicación, y, encima, a veces se cobran ilícitos “extras”. Así que eso de que son nuestros empleados es una memez, aunque se diga con mucha frecuencia en esas tertulias radiofónicas que a ti tanto te gustan.
L: Bueno, bueno... no te calientes.
J: Perdona, Listo. Es que cada vez que oigo que los gobernantes son “nuestros empleados” me pongo de una hostia...
L: Vale, pues son nuestros jefes; lo asumo. Pero insisto en mi pregunta anterior, ¿cómo crees que deberían comportarse en la situación actual?
J: Para contestarte, habría que establecer antes cómo debería ser la Política; no es cuestión fácil pero te voy a decir algo. En mi opinión, en democracia debería ser la misión o función más importante y noble a la que pueden dedicarse las personas. (Habrás notado que he utilizado el condicional debería). Por tanto, la Política es la actividad a la que deberían dedicarse los mejores en todos los sentidos, especialmente en lo referente al talento, conocimiento y, sobre todo, honestidad. Si así fuera, la Política se autodotaría de los controles y reglas para que los políticos actuasen con rectitud y, si se diera el caso, se detectasen y corrigiesen las desviaciones.
L: Permíteme que me descojone, Julio. Lo que dices es utópico.
J: Ya lo sé; pero, precisamente por ser utópico, debe entenderse como un objetivo deseable. O sea, un referente a tener siempre presente. En la medida en que nos acerquemos a este referente sabremos que estamos en el buen camino; si nos alejamos, es que lo estamos haciendo fatal. En otras palabras, la Política se acercará a lo que a todos nos gustaría en la medida en que se eleve el nivel intelectual y moral de los políticos; es una perogrullada.
De lo que ya he dicho se desprende que los políticos deberían ser, sobre todo, talentosos y honestos; lo del conocimiento es menos importante porque se puede adquirir. A esos condicionantes habría que añadir, naturalmente, el talante; o sea, la voluntad, en este caso de servicio a la sociedad. Y, por supuesto, cada cual con su ideología o, lo que es igual, con su método para conseguir alcanzar sus propósitos en su tarea de dirigir la sociedad para que sus miembros, los ciudadanos, vivamos cada vez más y mejor. Así las cosas, los políticos deberían tratar de mostrarnos que son portadores de esos nobles atributos para que los ciudadanos, cada cual con sus intereses, tendencias y preferencias, luego les elijamos para que gobiernen, o sea, para que nos dirijan y manden.
Ahora bien, al mostrarse ante los ciudadanos y tratar de evidenciar que nos convienen, lo deben hacer con honestidad; no nos tienen que engañar. Y ahí está la madre del cordero, porque, según te decía, a mí me parece que mienten más que hablan. Y lo peor es que ese deleznable comportamiento lo consentimos; sí, sí, aunque no nos demos cuenta, lo consentimos. Al menos, no lo castigamos como se merecería. Quiero decir que, como nos hemos acostumbrado y resignado, hay un consentimiento tácito de los ciudadanos a los comportamientos tramposos de los políticos
L: Hombre, Julio, al que le pillan en una mentira se le critica.
J: ¿Sí? No lo suficiente; hay ejemplos a porrillo. Yo creo que los ciudadanos hemos asumido que en Política vale todo, incluido el engaño y la mentira. Creo que hasta se admira a los que hacen eso con cierta gracia. Por eso, uno de los atributos que se considera indispensable en un “buen” político es que tenga “buen pico”; o sea, que su verbo florido y fluido resulte convincente. Que sepa hablar, sobre todo en público, es lo que más se valora. En otras palabras, que tenga carisma, lo cual siempre me ha parecido una inconveniencia. No me gustan los carismáticos; son los que probablemente engañen más.
L: Tener “buen pico” siempre está bien; los políticos tienen que saber comunicar...
J: Pero más importante es tener buen talante, talento y honestidad. Y que se evidencie. O sea, que se note que nos dicen lo que de verdad piensan, aunque resulte doloroso.  Tengo ganas de ver un político tartamudo; seguro que sería, de verdad, “bueno”.
L: Pues espera sentado, Julio; me temo que de esos, no hay muchos.
J: Estoy de acuerdo, Listo. Fíjate que yo creía que uno de ellos podría ser Pablo Iglesias, pero, por lo que le estoy viendo en estas semanas de las negociaciones y pactos postelectorales, me temo que se está haciendo un cínico de aúpa. Cada vez que le veo que, en sus comparecencias públicas, levanta las cejas al hablar y pone cara de bueno lo único que se me ocurre pensar es “Pablo, Pablito, Pablete, te estás contagiando...; me gustabas más cuando nos hablabas frunciendo el ceño”.  



22 feb 2016

VALDANO

Hace unos días, hablando con unos amigos sobre Jorge Valdano, comenté que era un tipo al que yo admiraba muchísimo. Y no precisamente por su pasado como futbolista (no lo vi mucho), aunque méritos hizo de sobra a juzgar por los muchos títulos que consiguió, entre ellos el de campeón del mundo (México 1968) con la selección argentina. Mi admiración es por la forma en que se expresa y, sobre todo, por su buen criterio; por eso, me gusta mucho escuchar por la radio sus comentarios, generalmente sobre fútbol. Creo que, con diferencia, es el mejor comentarista de fútbol que hay en España. Les dije a mis amigos que mi admiración por Valdano empezó hace muchos años, a raíz de leer en el periódico (creo que fue en El País) un relato escrito por él que me pareció delicioso. Para satisfacer la curiosidad de alguno de mis interlocutores, transcribo a continuación aquel precioso cuento. Recomiendo su lectura.

Vieja, creo que tu hijo la cagó. Jorge Valdano


Juan Antonio Felpa era de talante tranquilo, pero resolvió asegurarse el sueño de la noche previa a la del día del partido con medio somnífero porque estaba inquieto, y no le faltaba razón. El hábito lo despertó a las siete de la mañana, e instantáneamente un cosquilleo nervioso en el estómago le anunció que era domingo, día de fútbol, y decidió quedarse un poco más en la cama a pensar en el partido. Consumió varios minutos parando penaltys en idénticas versio­nes. Era su sueño favorito, su fantasía recurrente: 0-0 faltando un minuto y penalty en contra; silencio expectante, miradas de ojos grandes, intuición exacta y él en el aire abrazado a la pelota y otra vez él en el suelo sintiéndose dueño de los aplausos, responsable de la catástrofe diminuta que sufrían las emociones de cientos de aficionados; 0-0 final. A veces imaginaba lo mismo con ventaja de 1-0 para su equipo, pero esa historia le gustaba menos porque tenía que repartir la gloria con el compañero que había marcado el gol.
A Juan Antonio Felpa, obrero de Fábricas Unidas y portero del Sportivo Atlético Club, se le dibujaba una sonrisa estúpida cuando paraba penaltys mentalmente aunque él no se daba cuenta. Se acordó del tiempo con la preocupación de un agricultor; saltó de la cama y se fue hasta la puerta rogando que no lloviera. Aquel 16 de septiembre de 1964, la primavera se había adelantado cinco días al calendario. Era una mañana irreprochable. Ese sol que invitaba a vivir le recordó la enfermedad de su padre. Luego pasaría a visitarlo para hacerle olvidar por un rato la tristeza de perderse el clásico.
Entró a la humilde cocina a tomarse un té, como era su costumbre dominguera, sin poder sacarse el partido de la cabeza. Clavó la vista en un póster arrugado de Amadeo Carrizo que había pegado años atrás en la pared. Sin haberlo visto nunca jugar, había sido siempre hincha del River Plate. Buenos Aires estaba a muchos kilómetros y a muchos pesos de distancia, pero él idealizaba la trayectoria del equipo capitalino y la de su portero legendario a través de la radio y de la revista El Gráfico. Como admirar es identificarse, Felpa se sentía el Carrizo del pueblo, le emulaba algunos gestos y hasta había conseguido una gorra a cuadros parecida a la que el portero riverplatense usaba para defenderse del sol. «Grande maestro», le murmuró Juan Antonio a la foto de Amadeo en el preciso instante que su mujer, con ojos todavía dormilones, entraba en la cocina:
—Hablás solo.
—No, pensaba.
Recibió el beso cariñoso y joven de Mercedes y los dos hablaron durante largo rato de simples cosas suyas.Juntos escucharon a Johnny Lombard anunciando el partido: «A las cinco de la tarde, en el campo comunal Sportivo y Argentino de Las Parejas se juegan el título de Liga en el partido más esperado del año». Esa voz emotiva, que paseaba en un coche lento y que era ampliada por dos grandes altavoces ubicados sobre el techo, lograba que Felpa se sintiera importante. Piel de gallina se le ponía.
Todavía faltaban cinco partidos para que terminara el campeonato, y los dos equipos que dividían el pueblo, los celestes del Argentino y los verdirrojos del Sportivo compartían el primer puesto de la Liga Cañadense de Fútbol. Esa tarde ponían el honor y la vergüenza en juego para definir de una vez por todas quién era quién en la Liga. Desde hacia una semana no se hablaba de otra cosa. Circulaban las apuestas, se espesaban las bromas y los más impacientes ya se habían cruzado algún puñetazo. Estaba clarito en el ambiente que lo que se jugaba era el clásico más importante de los últimos tiempos.
—¿Qué tal en la fábrica? —preguntó Mercedes.
—Y... esta semana, ya sabés, los muchachos me volvieron loco.
Orgulloso, Juan Antonio le contó a su mujer; entre otras cosas, que el patrón, palmeándole la espalda le había dicho: «Juan, el domingo te tenés que portar, ¿eh?».
Felpa era un buen tipo, de veintiséis años, casado no hacía mucho tiempo y con un niño de meses. De gustos sencillos, querido y popular, era de esa clase de hombres que teniendo poco no necesitan más. Se vistió con ropa de domingo, revisó la bolsa de deportes, olió con ganas y sin ruidos la habitación del hijo dormido y se despidió de su mujer sin mucha ceremonia.
En el sanatorio San Luis, sentado en la cama donde convalecía su padre de una operación estomacal, recibió con paciencia consejos futbolísticos. Recordaron aquel día que habían ido a cazar y Juan Antonio, con diez años, salió corriendo y se tiró de panza sobre una liebre a la que el padre había apuntado y pretendía disparar con su vieja escopeta. La liebre se escapó y el imprudente proyecto de guardameta, que vivía abalanzándose sobre cualquier cosa, recibió una paliza de la que no se olvidaría nunca más. En esa época le empezaron a llamar Gato. Su padre, hombre de carácter fuerte, que amaba al Sportivo con la misma intensidad con que odiaba al Argentino, nunca estuvo de acuerdo con que su hijo fuera portero, y no sólo porque le espantaba las liebres, sino porque siempre había pensado que los porteros eran medio imbéciles. Pero quería tanto a su único hijo que mudó el prejuicio y terminó mirando los partidos desde detrás de la portería, aunque era más lo que molestaba con sus gritos que lo que respaldaba.
En la cama del sanatorio, don Jesús Eladio Felpa se sentía mejor; pero no poder ver ese clásico lo tenía algo excitado. Iba a tener que conformarse con abrir las ventanas de su habitación para interpretar los gritos que llegaran desde la cancha. A doscientos metros de distancia era capaz de identificar, aguzando el oído, las jugadas peligrosas, el equipo que dominaba y, sin dudar, a qué equipo pertenecía el gol que se marcaba. Treinta y cinco años viendo al Sportivo le habían enseñado mucho. Su pobre mujer tenía que soportar en silencio el relato aproximado que don Jesús hacía de las jugadas.
Juan Antonio se fue a la sede del club llevándose una última recomendación paterna: —Métanle cinco goles, así no hablan nunca más.
En el camino volvió a fabricar un penalty en la cabeza. Siempre se tiraba hacia la derecha y apresaba entre sus manos el balón que llegaba a media altura. «La esperanza es el sueño de los despiertos», escuchó un día.
En la sede encontró más gente que nunca y un clima prebélico. Las manos se le posaban en los hombros como mariposas brutas y contestó con una sonrisa los comentarios de siempre: «No te preocupes, que hoy ni se acercan...». «A las cinco cerrará las persianas, ¿eh?...». «¿A quién le ganaron ésos...?». Llegó a la tranquilidad del restaurante y saludó a sus compañeros, la mayoría de pueblos y ciudades cercanas a los que no veía desde el domingo pasado. Eran buena gente, pero él envidiaba la capacidad que tenía el Argentino para formar jugadores del pueblo. El Tano Perazzi lo explicaba bien: «Los del pueblo juegan por la camiseta, y los de afuera juegan por la plata». Pero siempre había sido así, y, la verdad, mucha plata no había.
Comieron carne asada con ensalada, y después la Bruja Mirage, ex jugador y en aquel momento entrenador, dio la alineación y dijo las cuatro tonterías de siempre con tono de haber inventado el fútbol.
Los Felpa, padre e hijo, no lo tragaban porque nunca había defendido el fútbol local. Cuanto de más lejos le traían los jugadores, más contento estaba. Además, jugaba sin wínes (sic), y tácticamente se equivocaba mucho. Los dos solían acordarse del día en que el Negro Moyano lo saludó a los gritos en mitad del bar Victoria:
—¿Cómo te va, embrague?
—¿Por qué embrague? —preguntó el entrenador con poca prudencia.
—Porque primero metés la pata y después hacés los cambios —le soltó el Negro para que se riera todo el mundo. Cómo sufrió el odio Mirage esa vez.
Los jugadores decidieron irse para la cancha distribuidos en cuatro coches particulares de directivos de la comisión de fútbol. Salieron por la puerta trasera para no darle oportunidad a los pesados. En el vestuario empezaron a respirar el clima del partido. Ahí adentro olía a fútbol. El partido estaba cerca, y afuera crecía el ruido. Apretados por los nervios, se vistieron, se masajearon e hicieron movimientos de calentamiento como si se tratara de un ritual.
El Gato Felpa, en un rincón, sólo movía los brazos y de vez en vez tiraba algún golpe al aire como los boxeadores. Se ponía rodilleras y unos pantalones cortos acolchados en las caderas para amortiguar los golpes de las caídas. No usaba guantes ni entendía cómo se podía atajar con ellos. Si alguien se lo preguntaba, había aprendido una frase que le gustaba repetir: «Me quitan sensibilidad». Los hierros entre los que trabajaba durante la semana habían modelado manos fuertes, y a él le gustaba sentir la pelota entre sus dedos. El equipo, como era su costumbre, hizo un corro y todos encimaron las manos sobre las del capitán para dar tres gritos de guerra que contribuían a darles confianza y a hacerlos sentir más juntos. De rebote, también valía para asustar a los del vestuario contiguo. Se fueron para el túnel, con música de tacos de cuero sobre el suelo y cuidando de no resbalarse en el cemento. Cuando asomaron la cabeza estalló la mitad roja-verde del campo. Los celestes ocupaban el lado opuesto y homenajearon a sus jugadores tres minutos después. Ahí estaba todo el pueblo.
Era día grande, de esos que dejan hablando al pueblo durante semanas; banderas, papeles picados, bombos, matracas gigantes, cantos; no faltaba nada.
El sermón arbitral fue breve: «A jugar y a callar», dijo a los capitanes en el centro del campo antes de sortear las porterías.
El griterío de la gente y la emotividad de lo que estaba en juego dignificó en parte el fútbol pobre que se jugó en la primera mitad. Los dos equipos trataban de aprovechar el descuido del adversario, pero, eso sí, sin descuidarse. Se tenían miedo y estaban tensos, y eso, procesado futbolísticamente, da como resultado un partido trabado e impreciso.
Acertó don Jesús Eladio Felpa, en el sanatorio, cuando le resumió el primer tiempo a su mujer:
—Partido malo, vieja, ni ocasiones de gol crearon.
Se jugó mal, es cierto, pero se jugó en serio. Las piernas se metían fuertes y entre los jugadores se escucharon palabras duras.El segundo tiempo pareció un poco más abierto, pero pisaron poco las áreas. Los dos equipos malograron alguna oportunidad, pero no fueron fruto de balones claros, sino de rebotes afortunados o de errores cometidos por piernas cansadas.
Pero de un clásico de pueblo nadie se va antes de tiempo. Certero otra vez don Jesús, le advirtió a su paciente mujer; faltando unos quince minutos, que «todavía podía pasar cualquier cosa». En ese segundo tiempo, Juan Antonio se calzó la gorra, porque el sol estaba bajo y pegaba de frente. Sus pocas intervenciones las había resuelto con sobriedad, salvo aquella pelota que llegó combada y despejó por encima del travesaño tirándose para atrás. Una parada más espectacular que difícil. Desde atrás dio órdenes, animó a sus compañeros y en ningún momento perdió concentración. Hasta el momento de la jugada que nunca más olvidarían quienes estaban ahí, el partido no se había dado para que él se luciera.
Faltaban cuatro minutos para el final cuando el Gringo Santoni, siempre tan apresurado, despejó a córner sin necesidad. Había llegado ese momento en el cual los menos interesados miraban el reloj con ganas de que aquello terminara de una vez, los borrachos hablaban solos y los fanáticos estaban trepados a las vallas totalmente desencajados. El córner venía fuerte y el Gato Felpa, todo hay que decirlo, dudó en la salida y se quedó a mitad de camino. El Oso Antuña, defensor central del Argentino, no necesitó saltar para cabecear seco al ángulo cruzado. El Enano Zárate, que con esa altura no podía marcar a nadie por arriba y que en los córneres era el encargado de cuidar el primer palo, supo instintivamente que con la cabeza jamás podía llegar a esa pelota, y la despejó de un manotazo. ¡Penalty!
Aquello calentó a los indiferentes, congeló a los fanáticos y hasta calló a los borrachos. El lado celeste de la cancha se puso de fiesta y la gente del Sportivo esperaba, inmóvil y muda, a que los dioses del fútbol les dieran una mano. Todo lo que estaba pasando se parecía mucho a la fantasía de Juan Antonio Felpa.
El sol, del otro lado de la cancha, se había caído detrás de los cipreses, y Felpa, parado en el centro de la línea de meta, se quitó la gorra muy resuelto y la tiró adentro de la portería. Sintió un frescor agradable en la cabeza sudada y quizá por eso experimentó la fe de los héroes.
A once metros de distancia el Befo Nieva ya estaba frente a la pelota. Se cruzaron una mirada huidiza; medio cómplice y medio asesina. Juan Antonio Felpa flexionó levemente las rodillas y con los ojos fijos en el lanzador escuchó la orden del árbitro. Ya tenía la decisión tomada. Cuando el Beto golpeó la pelota, Felpa ya volaba en la dirección del sueño. Al lado del palo derecho, se abrazó a la pelota en el aire, y antes de caer al suelo sintió, como un relámpago, la alegría más grande de su vida.
Ahora era la mitad rojo-verde del campo la que se había puesto de fiesta al grito de «Felpa», «Felpa», «Felpa». Yo no sé lo que le pasó en ese momento, porque en veinticinco años nadie logró hablar con él del tema sin que se enfadara, pero para mí que esos gritos lo confundieron y eso lo llevó a tomar el camino más absurdo de su vida. Lo cierto es que se levantó del suelo endiosado, y queriendo prolongar ese momento mágico, cometió el error de ir a buscar la gorra dentro de la portería con la pelota debajo del brazo. El árbitro dudó antes de dar el gol, y el campo entero tardó en echarse las manos a la cabeza entre eufóricas risas celestes y sorprendidos lamentos verdirojos. El extraño coro de murmullos que quedó flotando en el ambiente desconcertó a don Jesús Eladio Felpa, que había sufrido con el penalty («hay que reconocer que fue justo, vieja») y se había alegrado con el paradón. Intuyó que algo malo había pasado, y con una mínima esperanza de haberse equivocado, miró a su santa mujer y le comentó entre triste y preocupado: Vieja, creo que tu hijo la cagó.