2 ago 2016

RESPETO A LOS NOMBRES PROPIOS


El otro día, en la tele, le oí a Celia Villalobos referirse a Hillary Clinton como Hilaria. O sea, la asidua, por lo que parece, jugadora del Candy Crush —es su única actividad de que tuvimos noticia durante los cuatro años que fue vicepresidenta primera del Congreso de Diputados— se tomó la libertad de castellanizar el nombre de la candidata del Partido Demócrata en las próximas elecciones presidenciales en USA. Le llamó Hilaria (supongo que con hache) y se quedó tan pancha. ¡Qué rica! Después he oído la misma castellanización a alguno de los habituales de Intereconomía, uno de los medios de comunicación más derechosos del espectro mediático español. Afortunadamente, salvo en estas dos ocasiones no he escuchado más por estos lares la citada irrespetuosa y ridícula españolización del nombre de la candidata norteamericana.
¿Por qué estos representantes o voceros de la derecha actuarán así? ¿Querrán evidenciar de ese modo su patriotismo? ¿O solo pretenderán demostrar que son defensores a ultranza del castellano? Me respondo: creo que llamar Hilaria a Hillary Clinton es, simplemente, una soberana gilipollez.
También me parece una gilipollez que los locutores del medio de comunicación que ya he citado empleen la antigua denominación «Vascongadas» para referirse al País Vasco o Euskadi. Y digo lo mismo de los que pretenden vasquizar algunas denominaciones de calles de mi Bilbao —en lo que me he fijado recientemente—, como es el caso de la calle María Díaz de Haro, que en algún sitio (incluso en planos de utilización general) la he visto denominada «Maria Diaz Haroko». Tampoco me gusta que mi Bilbao aparezca en algunas indicaciones como «Bilbo» (supuestamente, su denominación en euskera).
Porque me molesta que los que se consideran ultranacionalistas o muy patriotas se permitan cambiar, sin pedir permiso a sus legítimos propietarios, las denominaciones de algunos nombres propios, tanto de personas (antropónimos) como de lugares (topónimos). Y he dicho «sin pedir permiso» porque creo que, hablando de personas, cada cual es el único propietario de su nombre y apellidos; del mismo modo, hablando de lugares, los propietarios son los ciudadanos que viven en ellos, representados, lógicamente, en las correspondientes instituciones (municipales, autonómicas y estatales).
Así que, respecto a las personas, los únicos que podemos cambiar, si así lo queremos, nuestros nombres de pila o nuestros apellidos somos sus propietarios. Conozco a algún Carlos que ha decidido llamarse Karlos y a alguna Carmen que se ha cambiado a Karmele; también algunos que se apellidaban Echevarria lo han cambiado por Etxebarria, o Garcías que ahora son Gartzias (en Euskadi hay infinidad de ejemplos; supongo que también habrá en Galicia y Catalunya). A mí, si ellos lo quieren, me parece bien, porque todos tenemos derecho a llamarnos y que nos llamen como queramos, al menos en lo que podríamos considerar ámbitos informales; en los formales, creo que legalmente también se pueden hacer los cambios, especialmente en las comunidades con idioma propio oficial además del castellano.
Pero no me parece nada bien, mejor dicho, me parece fatal que caprichosamente se le cambie a alguien, sin su permiso, la grafía de su nombre o apellidos; y si ese alguien ya ha fallecido todavía me parece peor. A mi entender, no hay razones lingüísticas ni de ningún otro tipo para esos cambios no autorizados. Yo, desde luego, sabiendo que cambios como los que he citado en el párrafo anterior se han producido en gran número en los últimos años, y teniendo en cuenta que por una de mis actividades tengo que manejar con cierta frecuencia nombres de vascos, procuro ceñirme, a la hora de escribirlos, a la grafía que utiliza o que admite como buena la persona afectada.
Respecto a los lugares, ha habido topónimos que han cambiado porque así lo han decidido, formal y democráticamente, las instituciones propias competentes; pues vale, también están en su derecho y los demás tenemos la obligación de utilizar el nuevo nombre: «Vascongadas» ya no existe en la geografía española; del mismo modo, por citar otros ejemplos que oficialmente ya no existen, «La Coruña», «Lérida», «Gerona» o «Vizcaya» han cambiado a A Coruña, Lleida, Girona y Bizkaia, respectivamente. Por eso, opino que los que, sabiendo esto, se empeñan en utilizar las antiguas denominaciones no están actuando bien. Si algún día el Ayuntamiento de Bilbao, de acuerdo con la mayoría de bilbaínos, formalmente adoptare la denominación «Bilbo» me joderá, ¡mucho!, pero acataré la decisión (espero no verlo).
Pero lo que no se puede hacer es lo de la Villalobos: por decisión propia, cambiarle el nombre
a otra persona. No, Celia, eso es una desconsideración y una inaceptable falta de respeto; o sea, es una exhibición de una grosera falta de educación. Lo mismo opino de los que se han permitido, porque les ha dado la gana, cambiar el nombre de quien, según he leído, fue hace unos ocho siglos Señora de Vizcaya (aún no valía Bizkaia), María Díaz de Haro; o también han cambiado el del que fue su tío, Diego López de Haro, fundador de Bilbao, cuyo nombre está ligado a la Gran Vía de Bilbao, que en algún cartel indicador de esta principal calle bilbaína aparece como Diego Lopez Haroko. Estas ridículas euskerizaciones, a mi entender, no tienen justificación, porque, por la misma regla de tres, los que hacen estas cosas serían capaces, por ejemplo, de llamar Ana Jauregi a la exministra Ana Palacio; me parece de puta pena e impropio del Ayuntamiento de Bilbao (que es, o era, un ayuntamiento serio).
O sea, creo que hay que tener el máximo respeto por los nombres y apellidos de otras personas así como por los actuales topónimos, y por cómo quieren sus legítimos propietarios que sean escritos . Y esto también vale para los nombres de las personas extranjeras o con otros idiomas. Para estos casos, en castellano la recomendación erudita es mantener la grafía original, aunque, hablando de los nombres de pila de personas, en el pasado ha sido muy corriente utilizar su «equivalencia» en castellano en el caso de los nombres de miembros de familias reales, de papas y de algunos otros personajes muy destacados, si bien, la tendencia actual, como he dicho, es respetar los originales; a mí esto último me parece lo más apropiado y, sobre todo, respetuoso. Lo mismo digo para los topónimos extranjeros o de otras lenguas. Y esto no significa que tengamos que empezar ahora a decir London, England, príncipe Charles o reina Elisabeth (o Elizabeth); estos cambios ya están asumidos y asentados, y lo hecho, hecho está.


En esta línea, debo decir que me parecería más racional que en euskera se escribiera Madrid, Barcelona o París en lugar de los euskéricos neologismos Madril, Bartzelona o Parisa como ocurre actualmente (igual que con otros topónimos). Creo que Euskaltzaindia (académia oficial vasca que se ocupa del euskera) se lo debería mirar, porque no tiene sentido que esta institución se dedique a «inventar» nuevos nombres en euskera para todas las capitales del mundo o, ya puestos, para todos los topónimos del mundo mundial; sería una carga adicional muy pesada para sus ilustres académicos y, sobre todo, para los animosos estudiantes en o de la lengua vasca. También sería una solemne capullada.
Así que, volviendo al principio, en estos tiempos, en los que hay una intensa comunicación global, no tiene sentido lo de la Villalobos, porque es seguro que esta buena señora habrá oído y visto infinidad de veces el nombre de la esposa de quien fuera hace años presidente de USA, y en noviembre próximo competirá para serlo ella. ¿Qué te parecería, doña Celia, que en Euskadi los  euskaldunes escribieran «Zelia»? Por no hablar de tu primer apellido, Villalobos, que sería algo así como «Hiribildua-otsoak». ¿Qué dirías si lo hicieran, eh?

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