Yo no soy muy «de
banderas». No podría decirlo con seguridad, pero creo que nunca he portado ninguna;
bueno, supongo que, de niño, en alguna ocasión llevaría la del Athletic (me
refiero a unas banderas pequeñitas que nos daban cuando íbamos a recibirlo tras
alguno de sus triunfos). En la «mili» porté el guion de la compañía, pero eso
no se puede considerar una bandera, era un simple distintivo.
Porque me refiero a
las banderas que identifican a los países, a las comunidades políticas o a los
pueblos; o sea, las banderas que representan colectivos sociopolíticos y a sus correspondientes
espacios geográficos. De esas se ven cantidad en los JJ.OO., sobre todo en las
ceremonias de apertura y de clausura; también las banderas tienen un papel
importante en las ceremonias de entrega de medallas a los vencedores en las
diferentes pruebas y, más informalmente aunque no menos visibles, las banderas
respectivas son exhibidas con aparente orgullo por los mismos vencedores tras
acabar las pruebas en las que triunfaron. En el contexto de los JJ.OO es
entendible, razonable y hasta necesario el uso de la bandera, como elemento identificador de la
nacionalidad de los que participan o compiten. Lo veo natural.
También se pueden ver
muchísimas banderas, casi todas sin astas o mástiles pero exhibidas con entusiasmo y
vehemencia, en las etapas más exigentes del Tour o la Vuelta, cuando los
ciclistas transitan por las pendientes más duras que suelen estar cercanas a las
cumbres o puertos en los que se puntúa para el Premio de la Montaña. En estos
casos los abanderados son espectadores (supongo que aficionados) que, más que
ver a los esforzados ciclistas, lo que parece que quieren es que se les vea a
ellos (y a las banderas que portan) en la tele para dejar constancia en sus
respectivos lugares de origen de su presencia en la carrera (como espectadores)
y, sobre todo, de su fervor por el estandarte que exhiben. Estas exhibiciones me parecen un poco
ridículas; no me gustan.
Pero donde las
banderas lucen con mayor significación es en los eventos de tipo político y reivindicativo. El caso más
evidente lo tuvimos el pasado 11 de septiembre en la celebración de la Diada
catalana. Podría decirse que fue una apoteosis banderil. Los fabricantes y
comercializadores de las «esteladas» —estandarte que identifica a los
independentistas catalanes— harían su agosto (nunca mejor dicho porque supongo
que se fabricarían y prepararían en tal mes); los que confeccionaron y
vendieron las oficiales «señeras» (sin la estrella) no sacarían ni para la barretina
de los vendedores. También en las manifas y concentraciones de estos días en
Catalunya, relacionadas con las reivindicaciones por el famoso referéndum,
estamos viendo mogollón de banderas (todas «esteladas»). Porque, según parece,
todo aquel catalán posicionado a favor del independentismo —que, supongo, son
la inmensa mayoría de los que acuden a las manifas y concentraciones que vemos
en la tele— tiene que evidenciarlo llevando su «estelada», la mayoría con la
estrella azul (creo que son más moderados que los de la estrella roja). Así, en
los contextos político-reivindicativos, las banderas sirven para hacer
ostentación de fervor, devoción, entusiasmo, o, incluso, fanatismo por el
territorio que representan. Para mí, portarlas así es hacer exhibición de eso
que, peyorativamente, conocemos como «patrioterismo». Tampoco me gustan estas
exhibiciones, aunque las comprendo. También comprendo lo de los hooligans en el
fútbol, pero no me gustan ni un poco.
Puede que, al leer
esto, el lector piense que soy algo 'pitxafria' en lo referente al sentimiento
nacional o fervor patriótico. Posiblemente tenga razón. En alguna ocasión ya he
dicho que entre mis «virtudes» no está el patriotismo; mucho menos —digo ahora—,
el patrioterismo. Pero eso no impide que, como todos, entre mis tendencias y
preferencias tiene un sitio especial el cariño a la tierra (y a sus cosas)
donde nací. Y no es una contradicción; aunque no voy a ponerme a explicarlo. Solo
diré que, como muchísimos otros —seguramente la gran mayoría de los ciudadanos
de cualquier sitio—, no necesito portar la bandera para hacer ostentación de lo
que pienso sobre mi tierra o de lo que siento por ella. Mucho menos hacerlo
cuando el contexto es favorable; o sea, a favor de corriente, como ocurre estos
días en las calles de Barcelona.
Ahora solo quería
dejar constancia de que, salvo en determinadas ocasiones en las que me parecen
elementos identificadores necesarios, la exhibición de banderas me resulta
antipática. Por eso no me gustan las personas que las portan en los casos a que
me he referido, sobre todo cuando se las colocan a modo de capa de Superman.
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