24 sept 2017

LAS BANDERAS


Yo no soy muy «de banderas». No podría decirlo con seguridad, pero creo que nunca he portado ninguna; bueno, supongo que, de niño, en alguna ocasión llevaría la del Athletic (me refiero a unas banderas pequeñitas que nos daban cuando íbamos a recibirlo tras alguno de sus triunfos). En la «mili» porté el guion de la compañía, pero eso no se puede considerar una bandera, era un simple distintivo.
Porque me refiero a las banderas que identifican a los países, a las comunidades políticas o a los pueblos; o sea, las banderas que representan colectivos sociopolíticos y a sus correspondientes espacios geográficos. De esas se ven cantidad en los JJ.OO., sobre todo en las ceremonias de apertura y de clausura; también las banderas tienen un papel importante en las ceremonias de entrega de medallas a los vencedores en las diferentes pruebas y, más informalmente aunque no menos visibles, las banderas respectivas son exhibidas con aparente orgullo por los mismos vencedores tras acabar las pruebas en las que triunfaron. En el contexto de los JJ.OO es entendible, razonable y hasta necesario el uso de la bandera, como elemento identificador de la nacionalidad de los que participan o compiten. Lo veo natural.
También se pueden ver muchísimas banderas, casi todas sin astas o mástiles pero exhibidas con entusiasmo y vehemencia, en las etapas más exigentes del Tour o la Vuelta, cuando los ciclistas transitan por las pendientes más duras que suelen estar cercanas a las cumbres o puertos en los que se puntúa para el Premio de la Montaña. En estos casos los abanderados son espectadores (supongo que aficionados) que, más que ver a los esforzados ciclistas, lo que parece que quieren es que se les vea a ellos (y a las banderas que portan) en la tele para dejar constancia en sus respectivos lugares de origen de su presencia en la carrera (como espectadores) y, sobre todo, de su fervor por el estandarte que exhiben. Estas exhibiciones me parecen un poco ridículas; no me gustan.
Pero donde las banderas lucen con mayor significación es en los eventos de tipo político y reivindicativo. El caso más evidente lo tuvimos el pasado 11 de septiembre en la celebración de la Diada catalana. Podría decirse que fue una apoteosis banderil. Los fabricantes y comercializadores de las «esteladas» —estandarte que identifica a los independentistas catalanes— harían su agosto (nunca mejor dicho porque supongo que se fabricarían y prepararían en tal mes); los que confeccionaron y vendieron las oficiales «señeras» (sin la estrella) no sacarían ni para la barretina de los vendedores. También en las manifas y concentraciones de estos días en Catalunya, relacionadas con las reivindicaciones por el famoso referéndum, estamos viendo mogollón de banderas (todas «esteladas»). Porque, según parece, todo aquel catalán posicionado a favor del independentismo —que, supongo, son la inmensa mayoría de los que acuden a las manifas y concentraciones que vemos en la tele— tiene que evidenciarlo llevando su «estelada», la mayoría con la estrella azul (creo que son más moderados que los de la estrella roja). Así, en los contextos político-reivindicativos, las banderas sirven para hacer ostentación de fervor, devoción, entusiasmo, o, incluso, fanatismo por el territorio que representan. Para mí, portarlas así es hacer exhibición de eso que, peyorativamente, conocemos como «patrioterismo». Tampoco me gustan estas exhibiciones, aunque las comprendo. También comprendo lo de los hooligans en el fútbol, pero no me gustan ni un poco.
El amarillo y el rojo han vuelto a inundar Barcelona
Puede que, al leer esto, el lector piense que soy algo 'pitxafria' en lo referente al sentimiento nacional o fervor patriótico. Posiblemente tenga razón. En alguna ocasión ya he dicho que entre mis «virtudes» no está el patriotismo; mucho menos —digo ahora—, el patrioterismo. Pero eso no impide que, como todos, entre mis tendencias y preferencias tiene un sitio especial el cariño a la tierra (y a sus cosas) donde nací. Y no es una contradicción; aunque no voy a ponerme a explicarlo. Solo diré que, como muchísimos otros —seguramente la gran mayoría de los ciudadanos de cualquier sitio—, no necesito portar la bandera para hacer ostentación de lo que pienso sobre mi tierra o de lo que siento por ella. Mucho menos hacerlo cuando el contexto es favorable; o sea, a favor de corriente, como ocurre estos días en las calles de Barcelona.
Ahora solo quería dejar constancia de que, salvo en determinadas ocasiones en las que me parecen elementos identificadores necesarios, la exhibición de banderas me resulta antipática. Por eso no me gustan las personas que las portan en los casos a que me he referido, sobre todo cuando se las colocan a modo de capa de Superman.  

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